Hace por estas fechas un año desde que leí con avidez la biografía/ensayo sobre Unamuno escrita por el poeta y catedrático de Literatura Jon Juaristi. Una obra que me apasionó y me revivió mi adolescencia lectora tan proclive a don Miguel. El libro de Juaristi, editado por Taurus en su colección Españoles Eminentes, y sencillamente titulado Miguel de Unamuno, despliega en sus más de quinientas páginas un retrato con fondo histórico, político familiar y generacional del escritor y filósofo vasco: un pensador existencial, cuando aún en España no habíase oído mencionar al filósofo de la angustia existencial, a Kierkegaard.

Un don Miguel de Unamuno que, como bien lo describió don Antonio Machado, era un personaje 'quijotesco', 'fuerte vasco', que «lleva el arnés grotesco y el fuerte casco» del buen manchego (Quijote). «Don Miguel camina?a solas con su sombra y su locura». Sentimos en el poema machadiano la onomatopeya que producen al andar caballo y caballero. Don Miguel era doble, persona y personaje, caballo de batalla y caballero (de fina sensibilidad, por cierto, y gran poeta); don Miguel, inseparable de su caballo-polémica, él que era el incitador Hispaniae, nuestro particular y nacional Sócrates tábano, despertador del solar del Sansueña cernudiano, de una España intrahistórica (pero también de una Hispanoamérica intrahistórica y, al cabo, de todo lugar adonde pudiera llegar su verbo español).

Caballo y caballero a veces no se acordaban bien; el teatro unamuniano está muy embebido en la indagación del 'otro', traspasado por la necesidad de autenticidad: la búsqueda del ser prístino frente al personaje público, interpretado por los demás. (¡No te ahormes a las interpretaciones que los demás tienen de ti, ni al mundo ya interpretado por los demás, generalmente por los poderosos y dueños de la palabra! Yo soy un hombre entero, decía Unamuno a los que le invitaban a tomar partido. El hombre Miguel de Unamuno confesó que cuando se acercaba a un político debía reprimirse la náusea).

Miguel de Unamuno se enzarza con la cuestión de la autenticidad antes de que ese asunto fuera lugar común de los heideggerianos tras la publicación de Sein und Zeit, en 1927. Unamuno vivió crisis de personalidad muy hondas en su juventud y primera madurez, y poco antes de escribir el ensayo Del sentimiento trágico de la vida, en 1913, una fuerte contradicción entre la esperanza y la nada, que eso es, en el fondo, su famosa crisis religiosa, que refleja su Diario íntimo.

La autenticidad, ese furor insaciable por la verdad, la lucidez, está en la base del Unamuno irrenunciable para nosotros. Su denuncia del engaño, más aún, del autoengaño y la ilusa trapacería que usamos a menudo para consolarnos y no mirar al abismo de la finitud ni emprender el riesgo de conocernos de verdad, de encontrarnos con el yo auténtico, emparentan al Unamuno filósofo con Freud, Nieztsche, Foucault, por citar solo tres grandes 'maestros de la sospecha'.

Es cierto que la lucha, el drama de buscar al otro para integrarlo en el uno que soy, de buscar más allá de uno al uno auténtico, cede en ocasiones en don Miguel al reposo (a la necesidad de consuelo y esperanza), pues el espíritu es débil y no debe ser tensado siempre. Una cara de don Miguel distinta al existencialista se presentan en la novela San Manuel Bueno, mártir; un alter ego del espíritu unamunesco, ese cura, descreído, Manuel, que mantiene sin embargo la guía de la fe y la virtud de la esperanza como un velita encendida en el corazón de sus feligreses. La fe, también en el ensayo Del sentimiento? (incluso, la tradición católica española, representaba sobremanera en sus místicos) le vale a Unamuno como seguro. Las contradicciones íntimas y conceptuales no le arredran. La razón aniquila la fe; la fe es ciega, insostenible racionalmente, «creo porque es absurdo», repite Unamuno, paladeando la osadía energuménica de Tertuliano, aquel padre africano de la Iglesia romana: ¿Que Cristo resucitó? Absurdo, dicen los filósofos, como ya se lo dijeron a San Pablo. Pero el que 'cree' se encuentra como el desesperado por una enfermedad mortal, desahuciado por la medicina y, por tanto, proclive ya solo a una solución al límite o extralímite. Creer es, para Unamuno, como arrojarse a un tren en marcha y quizá o no lograr detenerlo. Nada de una fe plácida, estetizante (a la manera romántica de Chateaubriand), o dialogante (con la razón, a la manera del modernismo o del cristianismo marxista).

Además, fíjate: Unamuno, en realidad, no cree. Que, para él, la fe es querer creer. Doble agonía, doble salto en el vacío: si para arrojarse a aquel tren pudiera la fe, efectiva, darnos un aliento, arrojarse a tamaño envite no teniéndola en realidad, parece locura, doble locura.

El libro de Juaristi me enseñó que, además de caballo y caballero andante, hay detrás un camino biográfico, personal, que se remonta a la infancia y adolescencia bilbaínas de Unamuno, biografía que hace entender mejor al caballero de la sinrazón, al Quijote don Miguel de Vizcaya, al personaje trágico que deambula por un teatro de a centavo.

Cien años después de su ensayo Del sentimiento? gracias, nublado: dadá; gracias, Miguel de Unamuno y Jugo. El don Miguel agónico, que vio con tanta alacridad en el hombre y al que desgarraron los problemas existenciales tanto como los problemas políticos de su tiempo algunos de ellos, como la 'realidad' de España, que nos siguen punzando en estos días se explica hoy e irrita hoy con la misma violencia en el libro que cumple cien años. Sus contradicciones vitales son nuestras a poco que giremos un poco el dial y, huyendo de la banalidad de las demás sintonías, lo re-sintonicemos. Él, a nuestro parecer, se enfanga en este libro en el duelo con la razón (se equivocó por un exceso de racionalismo y positivismo, de donde venía, por cierto, desde su formación hegeliana y cientificista: el siglo XIX de su juventud tenía el complejo de querer hacer ciencia con todo, incluso con el estudio de la lengua y las nacionalidades). Planteó el problema del hombre como conflicto entre la razón y la fe. El racionalismo y el fideísmo: ambos eran cabos en los que no podía creer. Se propuso un tour de force radicalmente destructivo: terciar entre dos extremos en los que no creía. Su verdadero centro filosófico y humano era encontrar la salida al sentimiento de la nada que le obsedió. Debió avanzar hacia un pensamiento esperanzado, a buscar una razón de la esperanza, pero el sentimiento nihilista profundamente católico: «polvo eres...») le zarandeaba.

Su extraño inquilino, el otro, necesario y complementario, no de suyo opuesto al yo, debió buscarlo en la cordialidad, ahí debió construir un sentimiento social e histórico. Habría de ser Juan de Mairena, el apócrifo machadiano, quien construyera esa filosofía cordial, práctica, para la que los hombres de la generación histórica de la crisis del 98 (Ganivet, Unamuno) estaban negados. El desarraigo su carencia de padre era en esos tan constitutiva y letal íntimamente, que no podían apreciar la alteridad, lo otro, más que en un sistema de antítesis y tesis. La disyuntiva entre el otro o yo, la resolvían luchando casi siempre contra el otro (afirmando el yo hasta el egotismo y la apetencia unamuniana de inmortalidad personal), pero en el fondo, luchando contra el propio yo, poniéndole a merced del absurdo, de la contradicción, la inconsecuencia, el energumenismo.

Debía Unamuno haber creado las bases de un pensamiento para la esperanza y de un sentimiento de solidaridad. En cambio, equivocó las tintas. Apoyó en el sentimiento irracional una esperanza, sin fondo, contra la nada; y quiso un pensamiento, argumentativo, incluso categórico, con que afirmar lo otro; a todo el que viniera a sostener 'blanco', él venía a enseñarle que la verdad era 'negro'; y viceversa. Incluso te daría la razón imponiéndote categóricamente que la tienes; ante la duda, la certeza; ante ésta, la duda. Dejad que lo otro se acerque a mí, y a vuestros pensamientos ensimismados. Era don Miguel un lógico de lo otro, como Abel Martín.