Diego, mi padre, campesino sin tierras en el Campo de Cartagena, cambió el par de mulas y la azada por el fusil. Fallecido hace unos años, me contaba que a la edad de 20, en agosto de 1936, fue llevado a la guerra. Participó en varios frentes de batalla, entre ellos en la primera toma republicana de Teruel, a finales del 37. En la reconquista de esa ciudad por tropas franquistas después de la batalla de Alfambra, en febrero del 38, cayó prisionero. Fue trasladado a Deusto, cuya Facultad de Derecho funcionó como campo de prisioneros. En esa prisión vio cómo el mismo capellán que se mofaba de ellos por rojos se quitaba los hábitos y, de madrugada, entraba a formar parte del pelotón de fusilamiento. Él pudo salvar su vida porque, soldado sin graduación, pertenecía al grupo de ´desafectos sin responsabilidad´, es decir, los republicanos voluntarios pero sin cargos. Fue trasladado después al campo de concentración de Miranda de Ebro. Pero sobrevivió a aquella terrible experiencia. Corrió mejor suerte que las decenas de miles de víctimas asesinadas y abandonadas en las cunetas de nuestras carreteras y las que cayeron fusiladas por procedimientos extrajudiciales sumarísimos antes y después de la guerra.

Paul Preston, en El Holocausto español, afirma que durante la guerra cerca de 200.000 hombres y mujeres fueron asesinados lejos del frente, ejecutados extrajudicialmente o tras precarios procesos legales, y al menos 300.000 personas perdieron la vida en los frentes de batalla. En el conjunto de España, tras la victoria definitiva de los rebeldes a finales de marzo de 1939, alrededor de 20.000 republicanos fueron ejecutados, aunque la cifra creció hasta 1945, sobre todo, y continuó en años siguientes, hasta 1975.

La Iglesia católica, ajena a estos crímenes que siguen al día de hoy sin reparación, regresando a un nacionalcatolicismo trasnochado pero que va in crescendo, organizó el pasado día 13 en Tarragona un acto de beatificación de 522 ´mártires´. Al decir de sus organizadores, un acto religioso, no político, pero al que asistieron el ministro de Justicia, Ruiz Gallardón, probado católico; el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, miembro del Opus Dei; el presidente de las Cortes, Jesús Posada, y el presidente de la Generalitat, Artur Mas. Regreso al pasado. La mayor parte del episcopado español, con honrosas excepciones, apoyó el golpe de Estado contra la República. El cardenal Gomá, un estrecho colaborador de Franco y quien dio el carácter de Cruzada a la Guerra Civil, decía en su pastoral colectiva al episcopado español, de julio de 1937: «Afirmamos que el levantamiento cívico-militar ha tenido en el fondo de la conciencia popular un doble arraigo: el del sentido patriótico (€) y el sentido religioso (€) que debía reducir a la impotencia a los enemigos de Dios».

Mucho se ha venido hablando, por parte del sector revisionista de la Guerra Civil, de que la violencia desatada contra la Iglesia sería una de las causas que justificarían el golpe militar contra la II República. Pero quienes eso afirman parecen ignorar que esa injerencia de la Iglesia en política y su beligerancia hacia el Estado republicano fue anterior. El 1 de mayo de 1931, sólo unos días después de la proclamación de la República, la pastoral del cardenal Segura orientaba a los católicos para que «prescindiendo de sus tendencias políticas (€) se unan de manera seria y eficaz para conseguir que sean elegidos para las Cortes Constituyentes candidatos que ofrezcan plenas garantías de que defenderán los derechos de la Iglesia y del orden social».

Días después, como es sabido, en amplias zonas de España se producía el asalto y quema de iglesias y conventos. Pero estas y otras airadas reacciones populares no fueron alentadas por el Gobierno de la República; antes al contrario, fue desbordado por los acontecimientos, aunque pronto pudo dominar la situación. No así la represión franquista, planificada institucionalmente, y que fue más perdurable en el tiempo. A este respecto, el historiador Paul Preston afirma: «La represión orquestada por los militares insurrectos fue una operación minuciosamente planificada para, en palabras del director del golpe, el general Emilio Mola, «eliminar sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros». Por contraste, la represión en la zona republicana fue una respuesta mucho más impulsiva. En un principio se trató de una reacción espontánea y defensiva al golpe militar (€). Resulta difícil concebir que la violencia en la zona republicana hubiera existido siquiera de no haberse producido la sublevación militar, que logró acabar con todas las contenciones de una sociedad civilizada».

Son sólo unas pinceladas. Pero que demuestran que la Iglesia debería dar un paso y pedir perdón a las víctimas del franquismo. Y el Estado, como le ha exigido una Comisión de la ONU, debe poner los medios para reparar tantas injusticias, pues hoy la Ley de la Memoria Histórica, además de ser muy restrictiva e insuficiente, sigue paralizada por falta de consignación presupuestaria desde la llegada al Gobierno del PP. Es urgente, y de justicia, honrar la memoria de los otros mártires.