El barco se introduce entre los bloques de hielo. Las aguas gélidas le envuelven. Los témpanos, cortantes como sierras salpicadas de sangre, discurren silenciosos sobre el mar helado. Las maderas crujen. Las cuerdas tiemblan. La nieve empapa el cielo. Las nubes blancas, pálidas, brillantes, las nubes que odian el calor y la vida, se detienen sobre las cabezas de los hombres que no existen, que no respiran, que se deshicieron en el vacío cuando su capitán se volvió vapor de hielo y el barco comenzó a navegar solo, triste, abandonado, fantasma sin vida ni esperanza pues su propio nombre perdió en el camino. El silencio es una manta de acero que cubre las almas ahogándolas, robándoles el aire, negándoles la luz que escapó entre alaridos, aullidos, risas histéricas, del mal cuando toma cuerpo y sus alas blancas, mentirosas, falsas, baten violentas sobre el barco diciéndole no sigas, detente, te devoraré, yo soy la muerte, yo soy la Gran Puerta de Kiev y mis tambores y timbales de roca te arrancarán la piel después de quemarla con puro frío, olvido, nada, lo que nunca existió y jamás dejaremos que alguien crea que lo hizo. ¡Barco, detente! No sigas u ordenaré que los glaciares bajen sobre las aguas y se cierren sobre ti cortándote el paso, rajándote el casco y mandándote al Infierno, el lugar más gélido que capaz seas de imaginar, donde yo habito, el rincón más lejano del Amor.

Pero el barco continúa, su bandera se agita temblorosa, muerta de miedo, pero no se rinde. Sigue. Sigue. Sigue e ignora al fantasma de enorme cuerpo que niega repugnado y se marcha volando, desdibujándose entre los picos de hielo, las brumas que recorren el viento. Gasas albas se descuelgan de la techumbre del mundo y envuelven la nave solitaria. El silencio las ve tomar cuerpo de mujeres transparentes, de bestias de doradas cabelleras que, entre lúbricos gemidos de súcubo, se agarran a los palos, al timón, al casco mismo del barco moviéndolo, desviándolo, llevándolo allí donde las montañas de roca y hielo rugen y chocan unas con otras ocultando el día y volviéndolo todo nieve, nieve, nieve que se derrama sobre el barco y sus maderas se resquebrajan, su cuerpo todo aprieta los dientes y siente el dolor que lo recorre. El Esperanza choca contra la inmensidad helada y como azucarillo se vuelve astillas a cada centímetro que avanza. No se detiene. Muere en silencio. Muere porque más vale morir que dejar de recorrer las aguas. Cae la muerte sobre él y las velas ya se hunden en las profundidades gélidas y oscuras. En apenas unos segundos su pasión se vuelve nada y el cuadro queda compuesto.

La inmensidad es hielo, rocas blancas que se amontonan unas sobre otras, témpanos que nos miran desde el lienzo sin dejar espacio a los ojos. Apenas se vislumbra, arrinconado, insignificante, deshecho, vuelto madera inútil, el casco del barco que reto a la infinitud malvada, la muerte misma que es la falta total de calor, la negación de la vida que es el frÍo. Gaspar David Friedrich. En otra ocasión hablé de su obra El caminante sobre el mar de nubes.

Hoy lo hago sobre El mar helado, también conocido como el Naufragio del Esperanza o el Naufragio de la Esperanza. Lienzo desolador en el que un minúsculo barco de vela muere entre montañas de hielo que lo aprisionan aplastándolo. La imagen no permite dudar. No plantea posibilidad alguna. Hace recordar lo que Dante leyera al entrar en el Infierno: «Quien aquí se adentre, que abandone toda esperanza».

¿Por qué el barco continuó aun y lo evidente de su inminente desastre? ¿Por qué no se detuvo y dio marcha atrás, se fue, se rindió, se marchó tan lejos como le hubiere sido posible para no volver nunca más a tan triste valle de aguas heladas? Porque no podía. No podía. Porque de la misma manera que el caminante tenía que subir a lo más alto de la montaña aunque todos le llamaran necio y ridículo, el barco tenía que adentrarse tan profundo como le fuera posible en las mismas fauces del averno. Pues, en ocasiones, la vida late tan fuerte que no cabe negación alguna. No se concibe huída o retirada. Hay que seguir. Y si el mal triunfa. Esa será sólo la prueba de que algún día podrá ser derrotado. El hombre es una máquina hecha para ir más allá. Para alcanzar lugares que nada ni nadie jamás siquiera pensó que existirían.

Pero el hombre es también pequeño. Insignificante y minúsculo. Débil como las maderas de un velero arrojado contra las dentelladas de mil montañas de hielo. Se rompe con facilidad. Se quiebra con nada. Cae, sangra y muere antes incluso de que pueda empezar a luchar. El hombre vive triste y desesperanzado en el reino del mal. Sin embargo, no está abandonado. Pero sólo aquel que, valiente, loco, enajenado, eleva la mirada a los cielos atisba un breve y débil destello luminoso que le dice no te rindas, estoy aquí, habito donde hay calor, me refugio en tu pecho, en tu corazón cuya misma existencia niega tanto frío como la realidad te envía vuelvo escarcha contra los ojos que apenas puedes mantener abiertos, habitante como eres de la tormenta. ¡Ábrelos! ¡Mírame! Yo soy la luz que ilumina la silueta quebrada del barco entre los bloques de muerte helada. Yo soy la esperanza que guiaba tus pasos y que te llevó a romper tus manos y tus huesos y tu vida misma contra el hielo. Yo soy lo que te hace ser un hombre y nada, ni nadie, ni mil ángeles falsos, te desviarán de mí. Pues la muerte no es nada y la vida que en ti puse jamás será abandonada. Ten fe, caminante que subes a las montañas, barco que mueres contra las aguas heladas. Porque vivir siempre te llevará a la muerte. Pero algún día, niño que ahora lloras desconsolado, descubrirás que morir es el único medio por el que las almas cálidas alcanzan la vida eterna. Nunca dejes de amar. Jamás dudes de la llama que en ti habita. Pues el frio te rodeará, te aterrorizará, te humillará. Pero sólo es frio. Y tu simple aliento algún día lo desnudará en su ridícula nada.