En la mañana de la pasada Nochebuena partí de viaje enviando un abrazo a través de un eseemeese a una amiga que en ese instante se encontraba en el funeral de un colega del alma, el profesor Mario Pardo, persona enteramente cabal. Tras hacerme en Madrid con un buen lote de libros con vistas a los Reyes, tuve la oportunidad de ver Le prénom, una peli que anduve meses persiguiendo y que me conquistó para los restos hasta el extremo de mortificar con su recomendación a todo el que se me ponía a tiro (por cierto, si no la han visto, háganse con ella).

Va de un grupo de familiares y amigos, entre cuarentones y cincuentones, que quedan a cenar en una de las casas, intelectuales ellos y durante la velada se enzarzan de ese modo que solo los que se conocen hasta los tuétanos pueden lograr. Como desde el adiós del compañero, mi amiga Maguy, franco/española ella, comprometida y peleona siempre, seguía tocada conseguí hacerme con la cinta de marras que algo hizo, pero no impidió que, a renglón seguido, en una sobremesa volviera a arremeter contra el omnipresente balompié por lo que empiezo a sospechar que su marido se viene a casa a ver a su equipo aprovechando algún descuido.

La reciente muerte a los 47 años de Valérie Benguigui, la anfitriona de la loca y convulsa velada, premio César de este año por ese trabajo, ha removido nuevamente todas las sensaciones que la propuesta cinematográfica transmite. Eso y la contemplación no hace mucho de El último concierto, una historia entre un grupo de actores de quitarse el sombrero, que saca igualmente a la luz los conflictos cruzados que se producen entre gente que se quiere gracias a ese invento llamado convivencia que, como bien se sabe, es para echarle de comer aparte. De ahí que, por mucho que se esfuercen nuestros enemigos, los pobres no tengan nada que hacer.