A punto de regresar a casa vamos recogiendo bártulos. Sin querer remediarlo, he guardado a buen recaudo el adiós. Si Dios quiere, regresaré con los míos a los lugares de siempre, con la ilusión de cada comienzo de verano, olvidando el cansancio del final. Sí, creo que la gran mayoría de la gente corriente volveremos a intentarlo una vez más, puliendo ese roce que, generación tras generación, hace el cariño de familia. También he guardado algún que otro plan veraniego para mejor ocasión, la convivencia ha marcado el ritmo a seguir. Cada cual ha hecho lo que buenamente ha podido. Me llevo la mochila del corazón a rebosar de cariño, así que tengo mucho para repartir. Como dice muy bien el papa Francisco, entramos de lleno no en una época de cambio sino en un cambio de época.

El mundo, que sigue siendo de todos, anda muy revuelto. La globalización nos acerca, al tiempo que nos hace conscientes de distancias y abismos insalvables. El dolor y la pobreza llegan a límites estremecedores. A groso modo, nos sentimos impotentes, pero siempre podemos abundar en el bien. Sin lugar a duda el motor de cambio es la familia. «Familia, sé lo que eres» exhortaba Juan Pablo II. No hay alternativa mejor para aprender y emprender la vida que este ámbito natural. Querer es indispensable, esforzado y gratificante. Es bueno cambiar actitudes y mejorar la convivencia porque la familia es el lugar al que siempre volvemos.

El verano va llegando a su fin y, querámoslo o no, llega el adiós: «Dicen que no cuestan las despedidas, dile al que te lo ha dicho que se despida. Del ser que adoras, dile cielito lindo que hasta se llora».