Recuerdan ustedes el revuelo informativo mundial a raíz del atentado terrorista que ensangrentó el último maratón de Boston? ¿Recuerdan la peliculera operación montada para localizar a los responsables, una auténtica caza al hombre como sólo saben hacerla los norteamericanos, que terminó con la muerte de uno de los dos hermanos homicidas y la captura del segundo?

Se dijo entonces que los rusos habían advertido a sus colegas estadounidenses del peligro potencial de uno de los dos hermanos, pero que Washington había hecho al parecer oídos sordos.

¿Quién habla hoy documentadamente de aquel atentado, del terrorista superviviente, de las circunstancias que rodearon aquel crimen, de los móviles de los dos jóvenes de origen checheno, del porqué de su radicalización?

Los medios norteamericanos, y los del resto del mundo, que tan de cerca los siguen, están ahora en cosas muy distintas: por ejemplo, los problemas para encontrar asilo político del joven que denunció el espionaje universal que practica EE UU. O las primeras bodas de homosexuales en ese país.

Los medios son con frecuencia como un Guadiana: durante días no se habla más que de un suceso y de pronto, sin que uno sepa muy bien por qué, ése deja de aparecer en la prensa, y nadie parece echarlo de menos hasta que el día menos pensado resurge con cualquier motivo. Así ha ocurrido, por ejemplo, con las últimas guerras con pretexto humanitario: la de Irak para derrocar a un Sadam Husein que se había envalentonado demasiado para el gusto de los norteamericanos, o la de Libia para deshacerse de otro dictador caído también en desgracia. Qué ha sido de esos dos países, de los que sólo si nos enteramos de vez en cuando que siguen existiendo es por la noticia del estallido de una nueva bomba manejada por algún musulmán fanático. ¿Qué ha sido allí de la democracia en cuyo nombre Occidente emprendió unas guerras que tenían, sin embargo, un fuerte tufo neocolonial? Si se exceptúa algún semanario o mensual internacional de izquierda, la prensa parece haberse olvidado de pronto de lo que sucede en ambos países, de qué ha sido de sus gentes?

Otro tanto cabría decir de las guerras en el corazón de las tinieblas por el control de las materias primas, de los conflictos étnicos y religiosos de aquel continente, de las rivalidades entre sus reyezuelos y sus tiranos, apoyados por esta o aquella otra capital europea, que sólo defiende los intereses de sus multinacionales.

¿Habrá que esperar acaso hasta la próxima hambruna, la siguiente catástrofe natural, para enterarse de lo que allí sucede? Y ¿conseguiremos realmente enterarnos? Quisiera ponerlo en duda. Los tiempos se aceleran. Unas noticias expulsan a otras. Nuestra capacidad de atención es cada vez más limitada. Si esto vemos ya que ocurre con los medios tradicionales, ¿qué no sucederá a partir de ahora en el mundo de la información digital en el que el simple almacenamiento de datos ocupa cada vez más el lugar de la memoria como advertía El Roto en una de sus viñetas?

¿Sabremos poner algo de orden en ese torbellino de noticias que nos llegan en todo momento de todas partes, noticias muchas veces sin contrastar, sin documentar, sin clasificar por orden de importancia? Noticias las más de las veces descontextualizadas, pero que pueden crear en nosotros la falsa sensación de estar informados.