La exdirectora de la Agencia Tributaria, de nombre Beatriz Viana, es aquella señora que tras una rueda de prensa en la que se ventilaba un asunto muy serio, se volvió a una ayudante y le dijo: "No sé ni lo que he dicho". La pobre no se había dado cuenta de que los micrófonos continuaban encendidos y la frase quedó registrada para la eternidad. Los periodistas presentes tampoco sabían lo que la funcionaria había dicho, claro, pero son personas acostumbradas a estas situaciones y se fueron sin pedir el libro de reclamaciones.

"No sé ni lo que he dicho". Uno pensaba que la frase le costaría el puesto porque un camarero que no supiera ni lo que sirve duraría dos días en su curro, lo mismo que un carpintero que ignorara si estaba fabricando una mesa o una silla, o un piloto de avión que no tuviera ni idea de lo que estaba conduciendo. Pero pasaron los días y la señora, que por otra parte hay que decir que es muy simpática, continuaba en su puesto. Llegó uno a pensar que estaba ahí precisamente por eso, por no saber lo que decía. Esta es, fatalmente, una de las características del Gobierno actual. ¿Acaso sabía Rajoy lo que decía al proclamar que "nadie prodá (sic) probar que Bárcenas no es inocente"? Evidentemente, no. ¿Tenía idea Cospedal del significado de la "indemnización en diferido, o sea, en forma de simulación", etc.? Claro que no. ¿Sería capaz Floriano de traducir para sí mismo lo que sale de su boca cada mañana, cuando explica a los contribuyentes, las últimas iniciativas de su partido? Tampoco.

Esto de no saber lo que se dice, que hasta hace poco nos parecía una locura, empieza a parecernos normal. El mismo Montoro, jefe de Beatriz Viana, es experto en galimatías verbales que nos sumen en la perplejidad. Lleva casi un mes explicándonos por qué la infanta no vendió lo que dicen los papeles que vendió y la conclusión que saca el personal es la contraria. Montoro, cuando sale de las ruedas de prensa, debe decirse para sí lo mismo que su subordinada dijo a su secretaria: "No sé ni lo que he dicho". Entendemos que lamente su dimisión porque en esta etapa de confusión babélica debía de serle de una ayuda inestimable.