Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, no deja de sorprendernos al pasar, casi sin solución de continuidad, de ser la voz más progresista de su partido, cuando él no pertenecía al Gobierno -muchos electores de izquierdas no dudaban en proclamar que lo votarían en unas elecciones, sin esfuerzo-al miembro más conservador de la bancada azul. Y no pienso que el ser ministro le haya trastornado hasta el extremo de hacerle distinto, ni mucho menos. Estoy segura de que siempre pensó igual, de que siempre comulgo con una derecha un tanto reaccionaria y de que ahora es cuando se siente cómodo, cuando no tiene que disimular y demostrar al mundo mundial que era un señor equivocado en un partido.

Y es fácil llegar a esta conclusión porque sólo con analizar sus decisiones sobre la Justicia -decisiones que, curiosamente, siempre están encaminadas a perjudicar a los no poderosos- nos damos cuenta de que nos tenía engañados a todos. Bueno, a todos no, porque estoy segura de que Rajoy, cuando pensó en él para una cartera tan delicada en los tiempos que corren, sabía muy bien lo que hacia, porque quizás lo vio como la persona ideal para darle la vuelta como un calcetín a un Registro Civil que siempre tuvo carácter de registro público y gratuito desde aquel lejano año de su creación, en 1870. Pero como ustedes saben, su proyecto de ley sobre el mismo pretende privatizarlo y que sean los registradores de la propiedad los que lleven el Registro Civil -habría que decirle que Rajoy ya está muy contento con él, que no tiene que dar más pruebas de su lealtad al jefe-, lo que significaría que el ciudadano tendría que pagar como mínimo entre veinte y treinta euros por, entre otras cosas, las partidas de nacimiento, de matrimonio o de defunción, por ejemplo.

En cualquier otro país europeo, sin ir más lejos, un ministro no podría presentar un proyecto de ley en el que tuviese intereses directos; por ejemplo, que beneficiase a su familia y, al parecer, la nuera del señor Gallardón, mira por donde, pertenece al ilustre cuerpo de registradores de la propiedad, como el señor Rajoy y dos de sus hermanos y, aunque sólo fuese por esto, el presidente del Gobierno debería oponerse a tamaño atropello al Estado. Porque de eso se trata cuando las aplicaciones informáticas del Registro Civil costaron al erario público, a todos los españoles para ser más exactos, unos 130 millones de euros y con este proyecto se pretende ponerlo a disposición de los registradores de la propiedadp de manera gratuita.

Mientras que en el resto de Europa los registradores son asalariados del Estado, aquí en España, donde su número no llega a los ochocientos, prestan un servicio público en régimen de monopolio y perciben sus retribuciones directamente de los usuarios privados o públicos, retribuciones que suponen un beneficio industrial del 60% de sus registros. Bueno pues, por si les parece oco, con la pretendida asunción del Registro Civil las ganancias estimadas a repartir entre los ochocientos registradores se acercarían a los 180 millones de euros al año.

En una democracia lo de promulgar leyes a beneficio de uno mismo no puede convertirse en costumbre, como al parecer está ocurriendo, porque la legislación hipotecaria que aprobó el mismo Mariano Rajoy siendo ministro de Administraciones Públicas del Gobierno de Aznar legitimó la posibilidad de que un diputado o un ministro pueda seguir siendo titular del registro de la propiedad teniendo a un compañero que le 'lleva' el Registro mientras él está en la cosa pública y, tal y como denuncia la Asociación de Usuarios de Registros, Rajoy mantiene la plaza como registrador en Santa Pola, que le ha procurado unos veinte millones de euros. Pues esoÉ