Les confieso que siempre he sentido una especial querencia por la Pantoja, del mismo modo y al mismo tiempo que la tenía por Carolina de Mónaco, esta última en fino y principesco y la otra en castizo y con patillas; aquélla con un cierto punto de amedrentamiento por tanto lujo, ésta con un punto de ternura cañí a la que no resultaba ajeno verla comparecer en una gala en el Romea escoltada por su santa madre que, a lo que se ve, no sólo guardaba su virtud gitana sino que también lo hacía con su hacienda. Aquellos tiempos se fueron y luego vinieron otros, y éstos que vinieron son, como suele ser, peores que los de antes.

Ni me sorprende ni me duele que una folclórica, un futbolista famoso o un conocido banquero paguen sus cuentas con la Justicia. Lo sorprendente sería que no lo hicieran, lo que, por otra parte y para nuestra desgracia, ocurre demasiadas veces. Sin embargo, me ha entristecido grandemente ver a la Pantoja, aquel icono erótico con patillas, zarandeada, vilipendiada, tirada de los pelos e insultada por la chusma a la salida de los Juzgados. Alguien me dirá -mi lector malasombra, que está siempre a la que salta- que quien zarandeaba, vilipendiaba, tiraba de los pelos e insultaba no era la chusma sino el noble pueblo español indignado con la delincuente, pero yo insistiré: era la chusma, querido lector malasombra, la misma chusma de siempre, jaleada y consentida en este caso por quienes habían montado el circo para que se viera precisamente lo que se vio. Tengo la impresión de que las rabaleras que el otro día se desgañitaban gritándole 'choriza' a la Pantoja eran las mismas que, con unos cuantos años menos, se habían desmelenado gritándole 'guapa' cuando, en su boda con el torero, paseó su palmito recostada en un coche tirado por cuatro caballos blancos por las calles de Sevilla.

Tengo la impresión de que, el otro día, los que más gritaban eran quienes más hondo querían enterrar sus propios pecados. Es la vieja historia del sacrificio ritual, del cordero sobre la pira de leña, aunque en esta ocasión bien valiera una oveja negra. Pobre España, un país en el que el termómetro de la moralina popular lo marcan las espantosas efigies del Museo de Cera, que necesita conjurar sus demonios personales, sus años de incumplimientos y sus siglos de picaresca. Y pobre Isabel, la oveja negra, si Concepción Arenal levantara la cabezaÉ

Las fotos que a veces ilustran mis artículos suelen ser las que envío junto con el propio artículo, sin bien en muchas ocasiones la redacción encuentra otras mejores o resuelve castigarme sin foto. Hoy les he pedido un favor: que no publiquen como ilustración de este artículo la foto de la Pantoja escarnecida y descompuesta, y que si quieren ilustrarlo que busquen una foto de las de entonces, de la tonadillera que fue antes, incluso, de convertirse en la viuda de España, de la Isabel Pantoja que encandiló al torero y que hizo que el mismísimo sol palideciera en Sevilla

Por los viejos tiempos.