La Región de Murcia está en el peor momento desde que se constituyó como región autónoma, como esfera política con amplio autogobierno, hace más de treinta años. Si la crisis económica es general, su gravedad aquí, tras el derrumbe de la intensa fase especulativo-inmobiliaria, es brutal, está fracturando profundamente la sociedad y dejando a miles de familias abandonadas a su suerte por los poderes públicos.

El panorama de lo que cada vez se parece más a un infierno social es conocido: desempleo masivo, exilio laboral de jóvenes, descenso de salarios y pensiones, creciente pobreza, precariedad general, polarización de las desigualdades, deterioro de los servicios públicos, miles de familias desahuciadas, disminución de prestaciones sociales, y empeoramiento de la condiciones de vida de la mayoría.

Una brecha insalvable de desconfianza está separando a los ciudadanos de sus representantes, alimentada por la evidencia de que la corrupción se ha apoderado en estos años de una parte muy importante de las instituciones públicas. El sistema democrático se ha degradado y los ciudadanos han terminado expulsados de la vida política, capturada como propiedad por una oligarquía profesionalizada e incompetente que nos ha conducido al desastre.

El proyecto político que ha gobernado la región casi veinte años está a todas luces agotado y se ha convertido en parte nuclear del problema. El pacto de élites (económicas, políticas, financieras) que ha protagonizado las decisiones de este largo periodo ha terminado por llevarnos al mayor de los fracasos. Aún en el mejor de los casos, tenemos por delante años muy duros y generaciones enteras de ciudadanos van a sufrir las terribles consecuencias de tanto despropósito y tanta injusticia.

El desgaste es tal que el todopoderoso PP, que ha creado en la región un sólido sistema de poder con profundas ramificaciones clientelares y complicidades mediáticas, que ha convertido en hegemónico política y socialmente su discurso y obtenido resultados electorales continuadamente espectaculares desde 1993, está en caída libre, y como un Titanic político que ha colisionado con el iceberg de la crisis y la corrupción, se hunde, habiendo perdido en apenas quince meses, según las encuestas, veinte puntos de intención de voto.

Esta situación, que ya nos ha hecho retroceder una década en la mayor parte de indicadores, va a continuar deteriorándose mientras se mantenga el dogma impuesto de drásticos objetivos de reducción del déficit. La sensación que se extiende es la de estar a la deriva, sin otro rumbo que el de seguir cayendo, sin horizonte alguno de salida. Una creciente desesperanza, para muchos ya angustiosa, está cundiendo en una sociedad que se mueve entre el temor y la indignación, consciente de que las decisiones que se están tomando son erróneas, injustas y sólo van a traer más dolor social.

La calle está más agitada que nunca. Se suceden las protestas, que hace tiempo que son masivas. Pero el movimiento social necesita dotarse de sus propios instrumentos políticos para producir los cambios que precisamos. Estos cambios tiene que ver con dos cuestiones decisivas: el fin de la política neoliberal de recortes que está liquidando aceleradamente el Estado del Bienestar, y la transformación de nuestro sistema político en una democracia real donde los ciudadanos sean los protagonistas de su autogobierno.

El modelo bipartidista ya no sirve, y cada vez interesa a menos gente. Las ideas que defendió el 15M, y que apoyaron el 70% de los ciudadanos, siguen pendientes pero no tienen expresión política clara. Casi la mitad de los ciudadanos se plantea no votar. Pero la inhibición sólo favorece a los responsables de habernos conducido al actual estado de cosas, a quienes no quieren que nada sustancial cambie de verdad para que sigan prevaleciendo sus intereses.

Por eso muchos ciudadanos se plantean ahora, por todo el país, intervenir directamente para innovar las anacrónicas e inservibles estructuras políticas, creando nuevos sujetos políticos que introduzcan una discontinuidad constituyente en la política que abra un periodo nuevo de la vida colectiva.

No se trata de hacer tabla rasa: en la representación política no todos son iguales, y hay que reconocer y sumar a aquellos que luchan en minoría por cambiar las cosas, pero que no tienen la fuerza suficiente por sí sólos para conseguir cambiarlas, y junto a ellos, en un proceso muy abierto de participación ciudadana, dar a luz los nuevos instrumentos del cambio. Pero esto no se hará nunca bajo las viejas formas de hacer política, endogámicas, institucionalizadas, pactadas al margen de los ciudadanos. Toda una cultura política ha muerto -aunque algunos no parezcan haberse enterado y sigan hablando "a dioses extinguidos" (Antonio Gamoneda)- y otra nueva está naciendo.

Si este proceso no puede esperar en ninguna parte, es ya por completo inaplazable en Murcia. Hay que constituir desde una amplia confluencia la fuerza organizada capaz de derrotar al PP y cambiar las políticas de gobierno en la región, y ayudar a cambiarlas también en España y en Europa. Por eso un grupo de ciudadanos hemos tomado la iniciativa de crear un movimiento cívico que la promueva, una Convocatoria para el Cambio en la que quepan diferentes organizaciones políticas y miles de conciudadanos y que, junto al movimiento social de protesta, sea capaz de formular un programa de cambio para la región democráticamente elaborado y decidido, y de crear el instrumento para competir en condiciones de ganar en los procesos electorales que vienen.

A este empeño invitamos a activarse políticamente a la buena gente de la región que no está dispuesta, en cada uno de sus barrios, pueblos y ciudades, a resignarse ni rendirse, ni a delegar ya más tiempo en otros lo que es tarea cada uno de nosotros, incorporándose a esta Convocatoria por el Cambio, por la defensa de los bienes comunes y la democracia real, hasta hacerlo imparable.