Cuando siento frío, algún tipo de frío, físico o espiritual, vuela mi recuerdo a la figura de don Antonio Machado. Todas las fotos que hemos manejado suyas, la del sombrero en el café, la de su demacrado rostro, con las gafas redondas que esperan una muerte que está a punto de llegar, avisando desde lejos. En todas estas imágenes el poeta siente frío; helor de nostalgia sentí en Segovia cuando adiviné sus huesos entre las sábanas de aquella cama alta de su pensión con barrotes de latón, también fríos. Era frío el día de Baeza cuando me santigüe, sí, con señal de cruz republicana, en su aula fría. A Machado lo tengo asociado al frío del abandono, del dolor del exilio, a la fría templanza de la muerte prematura.

Fríos de color, que es otra temperatura distinta, son los cipreses que escoltan su tumba en Colliure, en Francia, en el extranjero, por si alguien ha olvidado los límites del pasaporte; helada está la bandera tricolor pendiente de ondear, con calor, un día de los del siglo XXI que siempre reposa sobre la piedra vulgar que tapa sus arenas, que no ha de quedar más que eso, un rastro de hormigas. Y amor en los fríos documentos que componen un bodegón de poemas improvisados corazón en mano, escritos por los que le visitan, sin previo aviso y sin protocolo. El poeta espera siempre un españolito que llegue.

Frío sintió, sin duda, el poeta, en el alma exiliada, cuando con el abrigo gris y una bufanda poco cariñosa, de las que arañan, bajó los escalones del Hotel Quintana para llegarse hasta las rocas donde tropiezan las espumas de un mar que nos es familiar. Y allí escribió un par de versos fríos: "Estos días azules y este sol de infancia" que encontraron en el bolsillo entre los forros gastados por sus manos ateridas. Frío de ver la muerte de su madre junto a la suya; mucho frío de ausencias, de voces de niños, de lluvia en los cristales. La historia de Machado es esencia fría de la peor España, la que es capaz de dejar al relente a sus mejores hijos.

Y un día frío de febrero de 1939, hace 74 años, su cuerpo quedó aterido del todo, sin respiración, muerto. Como había previsto, ligero de equipaje (incluso perdió la maleta) en el extenso caminar hacia la frontera. Al tiempo que Machado suspiraba por última vez, las tropas del General Franco, victoriosas, entraban desfilando su euforia por la Diagonal de Barcelona y otro frío inmenso acababa de llegar del norte injusto. Machado no volverá nunca a España, aunque sintamos más frío, aún, sabiéndolo fuera de nuestros límites.