Me pasa todos los años: que espero, contra toda esperanza, que los alumnos que recibo en las aulas cada curso (abogados, economistas, traductores) tengan un nivel más óptimo de inglés. Y lo espero porque ahora hay más medios para todo y no es necesario volverse de Inglaterra con la maleta llena de libros y vídeos en VCR, y porque hay más conciencia de que hay que saber idiomas para poder tener trabajo, y el inglés no es sino el requisito mínimo e imprescindible. Bueno, al menos, hasta que China despierte del todo y se convierta en una gran potencia no sólo económica, sino también cultural; pero creo que yo no veré eso, ni falta que me hace. Y luego, el señor Espinosa de los Monteros anda, dale que te pego, vendiendo la marca España, y ahí va implícito, digo yo, el conocimiento de los españoles en lenguas extranjeras, aunque no lo especifique. Pero es natural, ¿no? No vamos a estar pensando todavía que el español nos va a llevar más allá de comerciar con los americanos del Sur.

Pero no. Mis esperanzas siguen, por lo general y salvo algunas excepciones (las de siempre) truncadas. Y en España, señores, seguimos sin hablar inglés. Por eso, y porque es lo que ando predicando desde hace siglos, sirva esto que escribo hoy como iconoclastia de mitos a desterrar, si es que ustedes han decidido imponerse como propósito de año nuevo el desempolvar sus conocimientos y seguir, como buenos falsos principiantes, dándole al verbo to be.

Pues bien, lo primero que habría que desterrar para perder el miedo a hablar es la obsesión por la Gramática. Un verdadero síndrome de Estocolmo, dada la relación amor-odio que tenemos los españoles con ella. Que no, que la Gramática ha de ser una referencia, no un objeto directo de estudio. Que alguien me diga si su madre les enseñó a decir 'mamá' apostillando algo como "nombre común, femenino singular". Que sí, que es el esqueleto de la lengua, de acuerdo, pero convertirlo en el objetivo primario de aprendizaje (como se hace en la enseñanza reglada y en la mayoría de las academias) equivale a acojonar al pobre infeliz que intenta articular palabra sin dejar de pensar en la pasiva refleja y los auxiliares modales.

El segundo mito es el del acento. La gente se olvida de que la realidad es que el ochenta por ciento de nuestros interlocutores no van a ser angloparlantes. ¿A quién le importa, pues, tener un acento de Aljucer o del mismo centro de Srinagar? Nuestro acento está determinado por la forma en que el cerebro acoge, en edad muy temprana, los sonidos que vamos a emitir toda nuestra vida. Por eso, podemos clonar con más o menos éxito, solo eso. Pero no nos puede preocupar ese factor, porque los hindúes, cuya primera lengua es el inglés, tienen un acento brutal, y eso a ellos se la trae al fresco. Les queda hasta mono, y todo.

El tercer mito es el de los nativos. Sí, parece ser que a los españoles nos mola el que un nativo nos dé clase. Y está muy bien, si no fuera porque un nativo de inglés puede ser un mecánico de Manchester que ha decidido fijar su residencia en un sitio más soleado. Con todos mis respetos a los mecánicos y otras profesiones, este país tiene una juventud muy hermosa con conocimientos en enseñanza de idiomas, a quienes hemos pagado la carrera con nuestros impuestos. Están ustedes avisados: las academias están llenas de nativos porque los demandamos. Seguramente ustedes no aprenden porque los que lo hacen no saben cómo enseñarles. Como decía mi padre, y lo hacía en valenciano: "Deja al maestro, por burro que sea".

Finalmente está el mito del doblaje español. Toda la vida oyendo las excelencias de nuestro doblaje, y ahí estamos, sin un puñetero cine en versión original, perdiéndonos la gozada de cómo suenan Mery Streep, Mel Gibson Gerard Depardieu en el original. Una pena, porque es un factor determinante en cómo nuestros niños aprenden los sonidos y cómo, en contraste, a los niños búlgaros, rumanos y polacos -por citar economías tradicionalmente más flojas que la nuestra- les resulta facilísimo aprender idiomas. Pero se nos llena la boca defendiendo una industria para actores sin trabajo porque, la verdad, es mucho más cómodo que nos traduzcan.

¿Y qué hacer, pues? Lo primero, perder el miedo y el sentido del ridículo ése tan trasnochado que nos aqueja a los españolitos torerillos y orgullosos. Y leer, y escuchar, todo lo que podamos. Que hoy en día es muy fácil, con esa maravilla que es Internet. Y tener una actitud pro-activa y aguerrida, y estudiar, y hablar en cuanto tengamos oportunidad. Y romper el círculo vicioso del falso principiante, poniéndonos a las armas de nuestra comunicación, y dejando de pensar que esto del don de las lenguas es un milagro que alguien nos va a implantar en la cabeza sin nuestra propia intervención.