Los propósitos de principios de año deberían incluir la limpieza de la prosa devastadora por inexacta que utilizan los gobernantes, en especial los españoles. Para descartar un vicio exclusivamente nacional, George Orwell escribió en 1946 su imprescindible ensayo La política y el idioma inglés, un breve ensayo encaminado a demostrar que el discurso político pretende "lograr que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato respetable, y conferir una apariencia de solidez al puro humo". El eterno disidente se preocupaba por el efecto contagio de estas peculiaridades, y España aporta dos ejemplos muy recientes de transmisión de la enfermedad. En concreto, el Rey y Rajoy.

El mensaje navideño de Juan Carlos de Borbón contiene una frase más dura que su petición de perdón -"no volverá a ocurrir"- tras la cacería de Botsuana. El Rey mostró su preocupación por el brote de "un desapego hacia las instituciones y hacia la función pública". La constatación regia de este alejamiento posee una dureza comparable al manifiesto de Obama en uno de los tres debates electorales con Mitt Romney, donde el presidente norteamericano admitió que los ricos "juegan con otras reglas". El castellanohablante tiene programado el prefijo negativo des- en cuanto ha de exteriorizar su des-contento, pero un monarca hablando de 'desapego' al Estado que representa supone un recrudecimiento de la escalada léxica.

Rajoy lo tenía difícil para superar el 'desapego' detectado por el Rey, pero el presidente del Gobierno se esmeró en su comparecencia del día de los Inocentes. En una sola frase encadenó su comprensión hacia "la desesperanza, la desesperación y hasta la decepción". A efectos de este artículo, se omitirá la curiosa gradación que sitúa a la decepción como un grado sumo de la desesperación, cuando el diccionario recorre la gama emocional en sentido contrario, y a pesar de que al PP le conviene que la pérdida de confianza en sus siglas solo se produzca como paroxismo de una alteración desesperada del ánimo.

En resumidas cuentas, el jefe del Estado opina que la ciudadanía se ha desmarcado de las instituciones democráticas, mientras que su primer ministro eleva esta distonía a 'desesperación', con el riesgo de un cambio de tendencia de voto. Un primer jarro de agua fría recuerda que ambos gobernantes se encierran en un reconocimiento sensacional a cambio de escamotear los vericuetos que guiarán la salida del embrollo. Referirse a 'la tragedia del paro' es una sabia receta para armarse de sensibilidad, remarcar la inevitabilidad del desempleo y soslayar la ausencia de terapia. El reconocimiento del problema solo es el primer paso hacia su solución.

Más grave resulta que el 'desapego' del Rey y la 'desesperación' de Rajoy -¿comparten ambos el estado de ánimo que predican para sus semejantes?- sea la ampliación de la humilde palabra utilizada por un olvidado presidente de la Generalitat de gira por Madrid. El precursor responde por José Montilla, que advirtió desde su cargo sobre la creciente 'desafección' de Cataluña hacia España. Este sentimiento no solo presagiaba los términos en que se manifestarían años después los gobernantes españoles, sino que la falta de afecto de los catalanes se justificaría por el escaso aprecio que los jefes de Estado y de Gobierno muestran hacia la entidad que representan.

En fin, el Rey y Rajoy compiten en los términos utilizados para sembrar de preocupación el presente político, pero su sombrío vocabulario hunde sus raíces tres décadas atrás. A finales de 1982, toda España votó socialista, porque incluso los votantes de AP se expresaron a condición de que se produjera un triunfo aplastante de Felipe González. Tras el inevitable choque del entusiasmo contra la realidad, se acuñó el 'desencanto', bajo el padrinazgo de José Luis López Aranguren. El 'desapego' y la 'desesperanza' son apenas variaciones para el bisturí filológico sobre un país desencantado durante treinta años. Dado que no hay cuerpo social que aguante un desánimo tan prolongado, el diagnóstico es falso. El lenguaje político insiste en solidificar el humo, bajo sentencia de Orwell.

Los hechos no siempre se ajustan a las palabras, y los sembradores de desesperación deberían explicar por qué decenas de millones de españoles se encaminarían mansamente mañana mismo hacia las urnas, si volvieran a convocarse unas elecciones y dispusieran de candidaturas renovadas a las instituciones. Una vez más, los gobernantes culpan a la ciudadanía de los males que sus líderes no han sabido prevenir ni encauzar. Con buenas palabras, eso sí.