Aún vivo solo, y desperté de súbito, como un resorte, a las siete de la mañana, contra mi íntima convicción de que ver amanecer sólo es cosa de jueces insomnes y gente que piensa cómo hacer el mal en general. Encontré que habían dos sombras grisáceas (más espesas que el aire pero menos que los objetos de detrás), junto a mi cama y que tapaban en parte la incipiente claridad de la puerta abierta. Eran dos borrones vagamente antropomórficos que cabeceaban de forma lenta, como cuchicheando entre sí, pero sin sonido alguno. Me acordé de los dibujos al grafito que hacía en mi infancia, cuando luego los difuminaba sobre la cartulina con el dedo gordo. Los borrones grises permanecieron ahí y no trataron de comunicarme nada importante. Por alguna razón, lo único que me asombró de esas presencias era que llegaran a las siete de la madrugada: pensé, absolutamente en serio, que a los fantasmas no se les suele hacer tan tarde, ni a los ladrones tan temprano. No era hora de recibir visitas de ninguna clase.

Incorporándome, y en pleno uso de mi consciencia y mis gafas, me quedé analizando lo que tenía al lado de mi cama durante uno o dos minutos, con cierta impertinencia, para luego escribirlo. No había ninguna duda de que no estaba solo. Si hubiesen sido ladrones se habrían abalanzado sobre mí, luego, concluí, tenían que ser apariciones, o algo de una naturaleza que me irritaba tener que empezar a analizar sin siquiera haber tomado mi desayuno. Encontré que no creer en estas cosas no es óbice para no verlas. No sentí miedo, no por arrojo, del que carezco, sino por la típica deformación causada por mis lecturas victorianas: la íntima convicción de que peor es perder la compostura que perder el alma. Todo aquello de ver a dos fantasmas, si lo eran, me parecía chocante, pero no me hubiese gustado dar el espectáculo corriendo al rellano de la escalera. ¡Ni que fuéramos italianos, que decía aquél inglés en un funeral, escandalizado ante los lloros de la gente! Así que decidí que lo mejor era tomárselo como si no ocurriera. De haber sido pasajero del Titanic, lo que más me hubiese molestado, más que se hundiese (por cierto, también a deshoras), hubiese sido que al inclinarse el barco los camareros me hubiesen tirado las bebidas sobre la pechera. Es una forma extravagante de ver el mundo y se pierde mucho en expresividad trágica, en efecto, pero siempre pensé que lo humillante de que te fusilen es que luego alguien te robe los zapatos.

Como no creo haber ofendido a nadie en el Más Allá (hice un examen somero, por si acaso), me volví a acostar con naturalidad, dando la espalda a aquellas presencias, que no me molestaron en absoluto. Salvo la indiscreción de la hora, no sentí extrañeza a causa del episodio. De alguna forma, desde hace un tiempo espero la llegada de algo. Siento que mi vida ya es un mero hacer tiempo para no sé aún qué. Pero espero que sea lo que sea lo que me llegue no sea tan tempranero.