Un país deprimido, dices? ¿Tristeza en el ambiente? Vosotros no sabéis lo que es la tristeza, ni por el forro». Eso me espetó mi hija, tras su vuelta de Estados Unidos después de cinco años de ausencia. Había pasado el verano muy inquieta: según la prensa internacional y las fotos difundidas a diestro y siniestro „tan insidiosamente„ por la agencia Reuters, volvía a un país que creía destruido, abatido y doliente. Pero a mi retoña le volvió la color y la alegría al rostro al irme a recoger del trabajo una tarde a las ocho, después de su llegada: los baretos colindantes a mi facultad estaban llenos a reventar de jóvenes tomándose las cañitas en los bares; las calles hervían, abarrotadas de familias paseando a sus niños, de señoras mayores platicando, de gente riendo y charlando, como si no hubiese un mañana. ¿Dónde estaba el caos? se preguntó.

A ver, no trato de frivolizar, ni mucho menos. Estamos sumidos en la crisis económica más desesperada de nuestra historia, eso lo sé. Y no estamos solos: escribo desde el aeropuerto de Oporto, en otro país asolado por la dureza de los intereses que Europa impone. Se ve más pobreza. Y más necesidad. Pero mi hija tiene razón: todavía no reina la tristeza en la Península Ibérica. Por mucho que les arreen crujetazos en la prima de riesgo, los portugueses (como los españoles) todavía te miran y te sonríen por la calle, y yo les devuelvo la sonrisa. A lo mejor no tienen muchas razones para ser felices, pero no dejan de serlo. En serio: tristeza, la endémica de los países noreuropeos; desolación, la de los vagones del metro de los barrios más azotados por la crisis (sí, sí, allí también la hay) de Nueva York o Chicago, a reventar de los negros alcoholizados de los projects, de gente sin hogar porque no tienen familia que les acoja, de enfermos mentales que no tienen donde dormir.

Es verdad que somos los PIGS, los señalados con el dedo, los morosos; aquellos cuyo acrónimo significa cerdos. Pero no hemos perdido la moral, ni las ganas de hacer chistes (hoy parece que cunden más que nunca) y no debemos de perderla.

Steve Jobs, mi héroe, siempre decía que somos dueños de nuestro destino; que somos los responsables de forjarlo, golpe a golpe, con la valentía de nuestras decisiones de cada día. Y yo estoy de acuerdo. Podemos ser aquello que deseemos. Los que mandan sobre las finanzas europeas, los banqueros, los mercados, los políticos, podrán tratar de hundirnos para su propio beneficio. Pero no nos quitarán nuestro espíritu fogoso y alegre, como tampoco podrán apagar el brillo de nuestro sol, ni disipar el azul del mar más civilizado y más generoso del mundo. No podrán „por mucho que pongan a saldo nuestras costas, que se lleven a lo mejor de nuestra juventud, que nos sajen a intereses„ sumirnos en la desesperación para siempre. No será eterna esta desesperanza, a menos que compren también nuestra alma, que es solo nuestra y que rige lo que queremos ser; lo que esta crisis nos puede enseñar; lo que debemos aprender y aplicar.

No deben, digo, los que nos quieren tan mal (o son tan lerdos que no ven que se hundirán con nosotros), llenarnos el corazón de pesimismo y sumirnos en las tinieblas. Es más, no pueden, porque la tristeza no es consustancial a nosotros, como sí lo es la benignidad de nuestro clima y nuestras gentes. Podrán intentar comprarnos el alma, repito, al tiempo que hacen naufragar este barco que se llama Europa. Pero a nosotros, los íberos, los hispanos, no nos moverán.