Tenía al SUP (Sindicato Unificado de la Policía) por un sindicato progresista, empleado no solo en la defensa de los intereses profesionales de los agentes, sino también en la causa democrática y social, en concomitancia con los sindicatos de clase, con los que comparte no pocas movilizaciones en la calle. Y hablo en pasado porque el secretario general del sindicato policial, Sánchez Fornet, ha utilizado la expresión que da título a este artículo en su respaldo a la actuación policial del pasado 25 de Septiembre en Madrid, ofreciendo además su apoyo a la flagrante ilegalidad de que los policías antidisturbios no muestren su número de identificación en las manifestaciones, al contrario de lo que ocurre en el resto de Europa. Es un claro ejemplo de cómo a veces el corporativismo más estrecho nos lleva al campo de la reacción más esperpéntica. Veamos.

Uno entiende perfectamente (otra cosa es que comparta el contexto) que, ante la acción violenta de un grupo de manifestantes, la policía se emplee en su represión de forma proporcionada. Pero hay comportamientos, que todos hemos visto tanto el día 25 como los siguientes, que no se compadecen en absoluto con la forma de actuar de la policía en un sistema democrático. No es admisible que una persona completamente inmovilizada en el suelo sea sistemáticamente apaleada por un grupo de agentes que lo rodean. No es de recibo que un manifestante, tras ser reducido con vehemencia e incluso golpeado, pida a gritos que se le deje porque es un 'compañero'. Porque una de dos: o se trataba de un alborotador agresivo, lo cual sería muy inquietante en relación a la finalidad última de los policías infiltrados en las manifestaciones, o no estaba siendo violento en absoluto, a pesar de lo cual los uniformados no lo estaban tratando precisamente bien, lo que confirmaría el carácter indiscriminado del uso de la fuerza. Ambas opciones son escalofriantes, sobre todo la primera.

No se comprende que el objetivo confesado de un mando policial a un diputado de IU presente en la movilización sea el de limpiar la calle a toda costa, arremetiendo para ello contra todo el que pase por el lugar, aunque se trate de periodistas acreditados o viandantes ajenos completamente a la movilización. Ofende a los sentidos la actitud chulesca de algunos agentes ante algún manifestante que se queda aislado, a veces personas mayores, a los que se insulta y agrede sin mesura alguna. Indigna que un joven sea detenido ante las cámaras, acusado de resistencia a la autoridad, por el simple y legal hecho de pedir a un policía su número de identificación.

Paradigma del abuso de fuerza fue la ocupación de la estación de Atocha, donde se empleó material antidisturbios en lugares cerrados, lo cual está taxativamente prohibido, además de atacar indiscriminadamente a quienes ocupaban los andenes y a la prensa.

Esta intervención concreta ha sido incluso recusada por sectores de la judicatura y ha impulsado a Amnistía Internacional a pedir una investigación exhaustiva sobre los hechos ocurridos el 25 de Septiembre en Madrid.

En mi opinión, el problema subyacente es que esta democracia restringida que tenemos (y cada vez lo es en mayor medida por el desmedido asalto financiero) ha heredado del franquismo una concepción del orden público en la que los manifestantes son, por definición, el 'enemigo' (como dijera hace unos meses el Jefe Superior de Policía de Valencia). De hecho, las UIP (Unidades de Intervención Policial) son la continuación de las llamadas 'banderas móviles', después Compañías de Reserva General, creadas durante la dictadura. Porque es un hecho que actuaciones controvertidas de la policía se suceden desde el inicio de la transición, intensificadas desde que las protestas arrecian como consecuencia de los recortes (tras el 15 M en 2011, en los institutos valencianos o a cargo de los Mossos catalanes).

El correlato está claro: en la medida que esta democracia a medias no rompió totalmente con el régimen anterior, a veces nos topamos (literalmente) en la calle con los 'grises'.