Tropecé en un bar con un tipo mayor que había sido un humorista muy famoso. Lo reconocí al poco de cambiar unas palabras con él. Los dos habíamos bebido un poco más de la cuenta, por lo que la comunicación fluyó enseguida, sin las barreras impuestas por las normas de educación o la desconfianza. El hombre tenía en los labios un rictus de amargura que ya le conocía de su época de actor, pero entonces hacía gracia y ahora ponía los pelos de punta. Recordé alguna de sus actuaciones gloriosas, llevadas a cabo en un bar nocturno que estuvo de moda en Madrid, hace diez o doce años. El tipo se metía al público en el bolsillo con las dos primeras frases. Cultivaba un humor basado en el lapsus lingüístico. Más que decir los chistes, daba la impresión de que se le caían.

Me contó su vida. Por lo visto, se había dado cuenta de que hacía gracia en el colegio, aunque él ignoraba por qué. Sólo sabía que era abrir la boca y provocar carcajadas a toda la clase, incluidos los profesores.

„Las primera veces „confesó„ me sorprendió. Luego empezó a gustarme e intenté observar las cosas que más gracia hacían. Pero no me sirvió de nada. Cuando repetía una actuación, la gente no se reía. Sólo cuando improvisaba, cuando decía lo que se me pasaba por la cabeza sin pensar.

Le pregunté si nunca había preparado sus actuaciones y me aseguró que no, porque cuando las preparaba era un desastre. Lo que él creía que hacía reír no hacía reír. Lo que provocaba las carcajadas del público era, en fin, algo que ni él mismo comprendía.

„A mí „añadió„ no me hacían gracia las cosas que hacían reír a los demás, incluso me parecían un poco trágicas, pero la gente se mataba de risa y yo tenía que vivir.

El caso es que del mismo modo misterioso que triunfó empezó a fracasar. Un día se subió al escenario, comenzó a contar lo que le había ocurrido a lo largo del día, que era lo que hacía siempre, y la gente comenzó a bostezar.

„Así es la vida „concluyó.

Y yo creo que sí, que la vida es así. De absurda.