Mi generación „la de los treintañeros„ carece de otro pasado que no sea la democracia. Nosotros, desde luego, no luchamos contra el franquismo, pero sí que nos beneficiamos del horizonte de libertad que trajo consigo la Constitución de 1978. A lo largo de unas pocas décadas, las clases medias crecieron de un modo prodigioso. Pasar del analfabetismo a que los hijos estudiaran en la universidad no era algo inusual. La mayoría nos educamos en colegios públicos, laicos y, hasta donde yo recuerdo, poco politizados. Se extendió la sanidad gratuita universal y el sistema de pensiones. Probablemente fuimos la primera generación que sustituyó el francés por el inglés „mal aprendido, eso sí„, que alternaba con las series televisivas americanas y los partidos de la NBA. Se recuperaron instituciones históricas como la Generalitat y se inauguró el autogobierno de las Comunidades Autónomas, con una fórmula „el ´café para todos´„ que ahora parece ruinosa, pero que ha sido fundamental para hacer llegar el bienestar a cualquier rincón de España. Se abrieron piscinas y polideportivos municipales, redes de bibliotecas públicas, auditorios y se pusieron en marcha festivales de jazz y de ópera. El catalán, el gallego y el euskera adquirieron rápidamente la categoría de lengua vehicular en los centros de enseñanza y en la Administración. Y, por supuesto, derechos fundamentales como el de la libre expresión o el de manifestación pasaron a ser inalienables.

De todo eso guardamos memoria los treintañeros. Quiero decir que, para la mayoría de nosotros, los beneficios de la democracia representan el hábitat natural, mientras que el franquismo era una bruma lejana, como lo era también la Transición „en la que no participamos„, la Guerra Civil o la secular pobreza de España. Y todo ello fue posible gracias a tres elementos que se conjugaron en la década que nos vio nacer: la prosperidad material que se había iniciado años antes con el Plan de Estabilización, la generosidad del llamado ´espíritu de la Transición´ y el papel de la Corona como clave en la bóveda del nuevo edificio institucional.

El gran peligro de nuestra generación es que sólo conocemos uno de los rostros de la Historia. No crecimos en la miseria económica, sino en un bienestar que iba aumentando a medida que pasaban los años, pese a los altibajos cíclicos. No vivimos la Transición, por lo que apenas podemos intuir las dificultades, las renuncias y la generosidad de los diferentes estamentos que participaron en la instauración de la democracia. Cuando ahora criticamos tan gratuitamente a la Corona, olvidamos que fue la autoridad del Rey Juan Carlos quien garantizó en último término este proceso de recuperación de las libertades. Sin su figura, todo habría sido distinto y seguramente peor.

El filósofo francés Lacoste ha hablado en alguna ocasión de la noción del ´tiempo encorvado´. El tiempo encorvado es aquel que se repite sin cesar, como una danza sincopada que no logra salir de sí misma y que, por tanto, vuelve una y otra vez a cometer los mismos errores. El tiempo encorvado es el que no tiene memoria de la tragedia de la Historia, por lo que tampoco no sabe proyectarse hacia el futuro, asumiendo las lecciones del pasado. En cierto modo, se trata de un tiempo ahistórico y cruel, condenado al fatalismo y a la perplejidad. Por eso pienso que no caer en el eterno ciclo de nuestro país constituye la gran responsabilidad de la España actual. De mi generación, por supuesto, y también de las demás.