Lamenta Mario Vargas Llosa en un reciente artículo sobre -o más bien contra- Julian Assange que su organización Wikileaks no filtrase documentos confidenciales de las dictaduras con el mismo empeño que ha puesto en desvelar los secretos de otros países donde, en teoría, hay libertad y transparencia. Igual ocurre que no los tenían.

Lo curioso del asunto es que entre los fundadores de Wikileaks hay varios disidentes chinos, con las posibilidades que eso abriría para hurgar en los entresijos del hasta ahora impenetrable régimen oculto tras el telón de bambú. De hecho, el propio Assange declaró hace apenas un año que el «verdadero enemigo» de Wikileaks no es el Gobierno de Estados Unidos sino el de China. Los herederos de Mao habrían desarrollado, a

su juicio, una «agresiva y sofisticada» tecnología de obstrucción en Internet para evitar que los chinos se contaminen con la información que les llega del corrupto Occidente. Con éxito, todo hay que decirlo.

Cuestión distinta es que esos propósitos de Assange choquen con la realidad, más bien cruda, de un régimen dictatorial capaz de cerrar cualquier fisura por la que pudiera salir información al exterior. Si tan difícil -y arriesgado- resulta sacarle los colores a un país como Estados Unidos, que garantiza por ley el acceso a muchos de sus documentos, forzosamente ha de ser tarea ciclópea la de curiosear en los secretos de las dictaduras. Mayormente en la de China, socio comercial privilegiado por las democracias que suelen silbar y mirar hacia otro lado cada vez que el régimen perpetra algún desafuero contra los derechos de su propia ciudadanía.

La otra fácil explicación ha de residir, sin duda, en que los tropecientos mil cablegramas filtrados a Wikileaks por el soldado Manning procedían de las embajadas de Norteamérica y, como es natural, estas legaciones no existen en Cuba ni en Corea del Norte. Por muy transparentes que sean, a su pesar, los visillos de la diplomacia estadounidense, parece del todo imposible ver lo que hay tras ellos en aquellos países con los que la primera potencia del mundo no mantiene relaciones.

No deja de ser una lástima. Gracias a los cables nada diplomáticos que difundió Wikileaks supimos, por ejemplo, que Zapatero era un «izquierdista trasnochado», Rajoy no entusiasmaba ni a sus seguidores, Aznar deseaba volver al timón y el Gobierno era una especie de consulado de América que permitía el paso por España de vuelos secretos de la CIA. También que Gadafi se aplicaba botox e implantes de pelo para prolongar su aspecto de galán de película de los sesenta. Parecen chismes de barra de bar, pero en realidad son algunos de los informes enviados por las embajadas de Norteamérica a sus superiores en Washington.

Si este método de cotilleo diplomático se aplicase a las dictaduras, sabríamos al fin quién es la misteriosa novia -o quizá ya esposa- de Kim Jong Un, el líder de Corea del Norte. Y hasta es posible que los embajadores completasen el folletón con cablegramas sobre los peculiares métodos hereditarios en esa monarquía comunista o las relaciones entre los hermanos Castro en Cuba.

Lleva razón Vargas. Puestos a marujear, no hay razón alguna para que Wikileaks discrimine a las autocracias en su tarea de iluminar las zonas de sombra del poder. También los déspotas tienen su corazoncito y su derecho a salir en el Hola de las indiscreciones diplomáticas.