Desde hace unos días, no se habla en nuestro país de otra cosa que no sea el asalto organizado por Sánchez Gordillo, alcalde comunista de Marinaleda desde hace 34 años y diputado andaluz desde hace 18, a unos locales de Mercadona y Carrefour en Écija y Arcos de la Frontera. Es natural que así sea, porque el asunto permite hablar de otras muchas cosas, que hasta cierto punto ocultan, a ojos de muchos espectadores, lo esencial: que se trata de un delito contra la propiedad ajena que no puede quedar impune, salvo que deseemos abrir la primera sucursal del peronismo argentino en Europa. Naturalmente, los perpetradores no hablan de robo, sino de acción simbólica contra un sistema represor, realizada en nombre de los descamisados y de la justicia social. Para más inri, el inefable Sánchez Gordillo pertenece a la coalición que gobierna en la Junta de Andalucía, en lo que constituye la apoteosis del nuevo estilo imperante de gobierno, que consiste en hacer oposición y quejarse en lugar de gobernar. ¡Abajo el sistema, aunque el sistema seamos nosotros!

Es difícil tomarse en serio al comunismo español, que siempre ha oscilado entre la jactanciosidad moral y la obsolescencia ideológica, pero hay que reconocerle su aportación tradicional al pintoresquismo carpetovetónico, que culmina ahora estéticamente en la barba jesuítica de Sánchez Gordillo. Cuesta creer que un señor que lleva más de tres décadas de alcalde pueda hacer la revolución, pero quizá ésa sea la síntesis €después de las consabidas tesis y antítesis€ del comunismo revolucionario: que hace la revolución solamente para los suyos. A fin de cuentas, Sánchez Gordillo es el señor que cobraba dos sueldos sin darse cuenta, que es algo así como llegar a casa y encontrarte a otra señora en lugar de la tuya y seguir como si nada hasta la salita, preguntando dónde está el periódico.

Ahora bien, es evidente que Sánchez Gordillo organiza su happening anticipando el eco que va a tener en los medios y el revuelo que inevitablemente seguirá: utiliza a la prensa para llamar la atención, reforzando su propia marca electoral y abriendo un peligroso debate sobre medios y fines sociales que trasciende al propio episodio. Su asalto va acompañado de la siguiente glosa: quitamos al sistema para dar de comer a los pobres, porque quienes han creado esta crisis han salido impunes. Y el problema es que da pereza rebatir argumentos tan gruesos, que por su propia lógica enfermiza resultan tan atractivos para quienes han hecho un bachillerato español.

¿Cómo puede ser el robo la solución a problemas colectivos de carácter complejo en un contexto institucional donde rigen el imperio de la ley y el respeto a los derechos fundamentales, entre ellos el de propiedad? ¿Cómo puede un legislador vulnerar las normas del sistema democrático y cómo pueden muchos de sus compañeros defenderlo? ¿Es que el capitalismo no ha mejorado las condiciones de vida de los más desfavorecidos, empezando por Mercadona, que ha tirado a la baja los precios propios y ajenos en el mercado español? ¿No existen múltiples instituciones y asociaciones dedicadas ya a dar de comer a quien lo necesita sin necesidad de montar un show grotesco que oscila entre Buñuel y Passolini? ¿No es obvio que abrir la puerta a la impunidad en nombre de una justicia social abstracta supone dar carta blanca al reino hobbesiano de la anarquía social? Menos Robespierre y más Locke, por favor.

Pero todo eso lo sabrá Sánchez Gordillo. ¡La posibilidad aterradora es que crea verdaderamente en lo que hace! No obstante, el problema real no es Sánchez Gordillo, sino el cuerpo social que hace posible a Sánchez Gordillo. Muchos de los encuestados en los medios digitales han manifestado su apoyo al presunto robo solidario. ¿Y aún nos extrañamos, así las cosas, de que España se encuentre sumida en semejante crisis socioeconómica? Si una parte de la opinión pública ve razonable institucionalizar el resentimiento a través de la figura del asalto a la propiedad ajena, este país no tiene ni tendrá nunca remedio. Seguiremos prefiriendo el atajo abstracto de la revolución imaginaria a la normalidad institucional que constituye el sello de los países que funcionan correctamente. Y no dejaremos de ser, en fin, fracasados amantes de la excepción.