Se ve que es porque la comida no es una de mis pasiones, pero a mí toda esta historia de la cocina vanguardista hecha por hombres me da cierta risa. Algunos se hacen cruces, intentando resolver el misterio de por qué cuando un hombre cocina se suele llamar chef y es famoso, y la mujer que cocina no se llama nada, o se le llama cocinera €con todas las connotaciones anti-glamour que conlleva el término€, y punto.

No hay más que ver, fríamente, los datos, que se parecen a la primera lección en una facultad de Periodismo: que un perro muerda a un hombre no es noticia, pero si el hombre es el que muerde al perro, hay titular. Por la misma ley lógica, cada vez que una mujer cocina es lo habitual, pero cada vez que un hombre lo hace, es una maravillosa noticia. Si un hombre cocina es porque ha hecho de ello una profesión, un arte, un don. Si una mujer cocina es porque es su obligación. Todo el mundo se sobrecoge cuando el cabeza de familia hace una paella el domingo. Nadie se sobrecoge cuando una mujer tiene que dar de comer a una familia durante una vida entera. Si una mujer cocina lentejas, es comida. Si un hombre las cocina, se pueden llamar algo tan inteligente como «deconstrucción de leguminosa con fusión de tubérculos y sinfonía ibérica de vegetales de la temporada».

Parece de coña, pero a mí me deja en el paladar un extraño regusto. Porque, en el mundo en el que yo crecí, a las mujeres se nos presuponían ciertos conocimientos de cocina, de plancha y de otros misterios insondables a los veinte años. Creo recordar que teníamos una asignatura llamada Hogar, en Bachillerato, pero confieso haberme copiado entero el examen final. Fue todo un acto de rebelión, y no bromeo. Esa asignatura, aparentemente inocente, conllevaba todo un subconsciente colectivo de trasfondo, y sus consecuencias eran terribles. Implicaba que €aunque estuviéramos estudiando, o trabajando€, si vivíamos en pareja, estaba claro: éramos nosotras, las mujeres, las que teníamos que cocinar, entre otras rutinas domésticas. Por obligación. Para comer, porque hay que comer todos los días, aunque la que suscribe se jalaría la mayoría de las veces un bocadillo delante del ordenador, sin demasiadas contemplaciones.

Y eso €tan sano y tan diario€ de comer implica ciertas dinámicas en cadena. Lo primero es que hay que pensar (aunque una tenga mil cosas más en la cabeza, mucho más importantes): «¿Qué comemos ahora, hoy, esta semana?», y luego confeccionar una lista para el supermercado, y, más tarde, comprar. Todo por ese orden, porque si puedes delegar, por ejemplo, el que alguien compre y/o cocine por ti, sigues sin poder saltarte el primer paso, que es, en realidad, el que más rabia te da. Porque es posible pagar a alguien para que cocine, se puede mandar a alguien a que te haga la compra. Pero pensar, sigue teniendo que pensar una.

Y las injusticias no quedan ahí: a poco que se estudie dietética, se sabe que las mujeres no podemos ingerir más que una cantidad de calorías diarias y €oh, míseras de nosotras€ que los hombres pueden doblar dicha cantidad.

Recuerdo, de hecho, que mi odio a la cocina data de mi adolescencia, de la primera vez que fui a estudiar a Irlanda. Con la mejor de las intenciones, mis padres me mandaron a una casa cuya dueña era cocinera Cordon Bleu, que se apresuró a transmitirme (con mayor o menor fortuna) sus habilidades en el fogón. A mi regreso a España podía cuajar una bechamel, pero yo estaba más cuajada todavía. Según mi padre, cuando fue a recogerme al aeropuerto no me reconoció y, al llegar a casa, la dieta salvaje que me impuso mi madre mientras me llamaba foca y otras lindezas (eran tiempos en los que se desconocía eso del refuerzo positivo) me dejó algunas huellas €como la manía de valorar el mérito de los alimentos por sus calorías, o de interpretarlos como una fuente específica de vitaminas€, y me quitó, para siempre, las ganas de comer.

Por eso, a mí que no me vendan burras viejas: esto de la cocina de autor me parece un extravagante juego de niños; un lucrativo pasatiempo que excluye, mayoritariamente, a las mujeres y permite a unos cuantos glosar sobre la poesía de su oficio mientras acuñan frasecitas como titulares del Marca: «Me obsesiona ofrecer una experiencia totalmente única», o «esto no se hace por dinero, sino por pasión». Señores chefs, no me extraña que estén ustedes devastados por las consecuencias de la crisis, porque lo suyo es un pedazo de negocio. Llamemos a las cosas por su nombre. Un negocio que ha sido excesivamente remunerado en estos últimos tiempos y que una mujer, desde que el mundo es mundo, ha hecho sin tantos aspavientos, y, sobre todo, sin cobrar.