Residir en la Gran Vía de Murcia se traduce en que, en ocasiones, los vecinos de la zona tengamos que sufrir espectáculos tan lamentables como el pasacalle de instrumentos desafinados (me gustaría identificar al promotor de semejante estupidez) o que observemos manifestarse al pueblo, síntoma de que cada vez la gente está más cabreada y a punto de perder los estribos.

El pasado martes fueron los trabajadores de 7RM, a los que divisé desde mi ventana al grito de «No sobramos», y como respuesta al vaticinio de González Pons de que la empresa cerraría ese mismo día o al siguiente. Aproveché para salir a correr por la mota del rio, y al volver, me topé con los que aún seguían ´crispados´ a la puerta del Banco de España. En efecto, y como braman los trabajadores, aquí no sobra nadie, y menos ellos. Salir de la crisis es tarea de todos. Y de que todos prediquemos con el ejemplo.

Pero, claro, tarea difícil resulta explicar la coyuntura actual a un cabeza de familia que se va a quedar en la puta calle porque el escenario es el que es cuando, por ejemplo, y como me confesaba un miembro destacado del PP, hace poco más de un año has despilfarrado más de 3,6 millones de euros en un capricho como el Manifesta8, cuyo rendimiento ha sido paupérrimo. El martes de esta semana, los múltiples ejemplos los desgranaba un periodista que acompañaba a los trabajadores de la tele regional. Recuerdo que hizo mención a los presupuestos autonómicos que destinan, según apuntó, más de dos millones de euros a los eventuales de gabinete —contratados a dedo— y otras remuneraciones; también, que se utiliza a las empresas públicas y privadas con las que tienen relación (asunto Paramount); fundaciones (Séneca, por ejemplo) para colocar a tus afines y parientes. Dio nombres, que identifiqué perfectamente.

Proseguí mi marcha hacia mi domicilio y, mientras sorteaba la junta de las baldosas de la acera, conecté la situación con la que vivió la reina consorte de Francia María Antonieta de Austria, casada con Luis XVI a finales del siglo XVIII. La situación de penuria era tal en París que el pan llegó a convertirse en artículo de auténtico lujo, fruto de la carestía de harina y trigo para su elaboración. Francia se moría de hambre. Los precios estaban por las nubes. La revolución no tenía marcha atrás. Sin embargo, Luis XVI y María Antonieta vivían en la inopia —o, como diríamos en España, estaban en Babia—, desconectados de la realidad y rodeados de toda suntuosidad. A lo suyo: el rey, de caza, y la reina, de cama en cama. Un detalle lo ilustra de manera certera. Luis XVI seguía un diario personal donde apuntaba sus quehaceres: «Mardi, 14 juillet: Rien». Pero, maldito ´hijoelagranchingada! ¿cómo que nada? ¡Los parisinos habían tomado la fortaleza de la Bastilla, cuyo asedio había comenzado poco antes de las de la mañana, y para el rey eso era rien!

En la villa de París todo iba de mal en peor. Se veía venir que el cuello de la distinguida damisela sería seccionado por la desigual hoja de la guillotina, pues el ambiente en las calles estaba más que calentito —algo parecido a como estamos nosotros ahora—, y la guinda del pastel vino espoleada por un pantagruélico banquete que los soberanos ofrecieron el 1 de octubre de 1789 a los guardias de corps de la Casa Militar de un regimiento de Flandes recién llegado. Los ecos de la descomunal orgía alcanzaron hasta la mismísima Avenue des Champs-Élysées. Las sufridas madres francesas fueron las primeras en tomar la iniciativa —comme d'habitude— y se dijeron: «¡Hasta aquí hemos llegado!». Aquello fue el principio del fin de la monarquía en Francia: es lo que corresponde por tocarle las narices al ciudadano de a pie.

Sin despojarse del mandil que cubría su ropaje, una horda de 5.000 mujeres se arremangaron, blandieron cualquier instrumento que pudiera ser útil y se encaminaron enfurecidas, en demanda de pan, rumbo al Château de Versailles inquiriendo a quienes salían a su paso por el panadero [Rey], la panadera [Reina], y el pequeño aprendiz [Delfín] y, sin importarles los diecisiete kilómetros que la separan al oeste de la capital. Al día siguiente, por la mañana, los amotinados, armados con picos y cuchillos, entraron al palacio, mataron a dos guardias de corps y amenazan a la familia real. A María Antonieta se le atribuyó la desafortunada frase con la que recibió a la comitiva: «Si no tienen pan, que coman pasteles». Ni que decir tiene que aquél fue el último día en que los regentes se hospedaron allí. Y así, se vieron obligados a regresar a París escoltados por las tropas del Marqués de La Fayette y los amotinados. Durante el trayecto se lanzaron amenazas contra la Reina e incluso le enseñaron una cuerda prometiéndole una farola en la capital para colgarla. El día de su ejecución, mientras el pueblo entero la abucheaba e insultaba, María Antonieta tropezó subiendo al cadalso y pisó al verdugo, que estaba a punto de guillotinarla. La reina le dijo: «Disculpe, señor, no lo hice a propósito».

Dudo mucho que González Pons afirmase, a propósito, que La 7RM «cerraría mañana o pasado»; y estoy convencido de que nuestro presidente habrá maldecido la célebre metedura de pata. Ahora bien, no olvidemos que no se puede jugar con el pan de las familias cuando en tu casa tu despensa está a rebosar.