En plena esquizofrenia política y financiera los errores del pasado pesan sobre el Reino de España de igual modo que lo hace el pavor durante una emergencia sanitaria. Somos, sin darnos cuenta, otro restaurante de lujo en el que han detectado un caso de infección por la bacteria de alta patogenicidad del momento de fisiología aún desconocida. En estos casos, la prudencia suele ser la norma más aplicada. Cuarentena y aislamiento para evitar nuevos contagios. El chef, por supuesto, intenta salvar la reputación de su establecimiento pero es demasiado tarde. Los clientes, a pesar de ser un público adinerado, experimentan el pánico humano. Un miedo irracional en aras de la propia supervivencia. El instinto más primario de las sociedades prehistóricas sigue latente en la genética. Sobre él, a lo largo de los siglos, hemos evolucionado cultural y técnicamente.

Esta semana el New York Times se hacía eco del primer avión en forma de escultura del aeropuerto de Castellón. Jocosamente la consideraba un símbolo de la ruina de España. El cataclismo tiene varios ejemplos similares pero no tan internacionales como el capricho del señor Fabra y el parto análogo de los señores Bono y Barreda en Ciudad Real. De barones con chistera trata todo este trajín. En la Comunidad Valenciana, antes espejo de modernidad del PP, Camps es ya un cadáver que, como Zapatero, nadie quiere exhibir. La petición formal de esta autonomía del rescate a través del nuevo mecanismo de financiación aprobado abre la trampilla del desfiladero por el que otras acabarán purgando los intestinos indigestados. Como pronto, Cataluña, Andalucía y Murcia pueden verse en un escenario de intervención formal en un plazo de semanas —los meses son unidades de medida de tiempo demasiado grandes para las circunstancias presentes—. Lo que todavía no hemos acabado de comprender es que el embudo facilitado pueda ser insuficiente en caso de flujo torrencial.

Con el techo psicológico del 7% de la rentabilidad del bono de deuda a diez años perforado, el cielo del vacío sobre nuestras cabezas de torna más oscuro. El nudo de la prima de riesgo de 610 puntos alrededor del cuello es tan ceñido que apenas deja pasar el aire. Estamos ahogándonos lentamente, jodidos como el Perú —en palabras de Vargas Llosa—. Parecerá que nos han abandonado, que nuestros aliados se han desentendido de nosotros. Todo lo contrario. Somos el nuevo negocio de los fondos de rescate quienes se cobrarán un interés por determinar de un dinero previamente obtenido a un precio —rentabilidad— muy bajo.

En estos momentos en los que el mundo nos mira con recelo, no comprende nuestras incoherencias, desmanes, desfalcos, corruptelas nos esmeramos inútilmente en dar capas de barniz sobre las anteriores. Que todo brille de cara a la galería. Es posible que en breve tengamos otro burladero público. El flamante aeropuerto de Corvera cerrado herméticamente comienza a percibirse como otro arbitrio más del derroche español. Las causas por las cuales permanece cerrado desprenden un intenso tufo político. El sarcasmo de la historia de Murcia alcanza incluso el humor (ácido, por supuesto). En el momento en el que el Gobierno de la nación debería cerrar una larga lista de aeropuertos tiene en la fiambrera uno recién horneado. El horno no está para bollos, dirá usted con sentido común. Tampoco el cuerpo para fiestas. Todo el ajuste real del sector público que Alemania coordinará contempla, ténganlo claro, las infraestructuras españolas. Puede que el Gobierno de Murcia arda con su vecinos en otra falla valenciana con la pirotecnia de la señora Merkel y los bomberos del señor Hollande.

Tarde o temprano acabaremos entonando una versión del Deutschland über alles (Das Deutschlandlied) — el himno alemán— con guitarras, caja y palmas tal y como hicieron Los Manolos con el All my loving de The Beatles en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Queramos o no, nuestra naturaleza es desenfadada, jovial, la alegría de la huerta. A simpáticos tenemos pocos competidores.

Eso sí, quedan ustedes advertidos; que nadie se imagine a doña Angela —sin tilde— taconeando en esta fiesta. No lo verán sus ojos.