16 de julio del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1212. Santa Elena, Jaén. Dos ejércitos frente a frente. En uno más de 120.000 musulmanes dirigidos por el califa Miramamolín. Vestido por completo de verde, el color del Islam. En una mano un Corán con una esmeralda en su centro.

En la otra el cetro del poder califal. Ante él varias líneas de esclavos negros atados unos a otros con cadenas y parcialmente enterrados en el suelo en señal de que antes morirán que huir. Más allá la infantería ligera bereber del Alto Atlas, la infantería de Al-Ándalus, la caballería almohade, arqueros a caballo turcos, miles y miles de almas musulmanas dispuestas a expulsar a los cristianos de la península ibérica. Al otro lado aquellos que no están dispuestos a ser expulsados. Más de 70.000 cristianos comandados por los reyes de Castilla, de Aragón y de Navarra.

Las órdenes militares como la del Temple. Y hasta el arzobispo de Toledo con su propia tropa. Las armas castellanas dirigidas por el Señor de Vizcaya. En las aragonesas la milicia de élite catalano-aragonesa de los almogávares, locos enamorados de la guerra que se lanzan a ella gritando ¡desperta, ferro, desperta! mientras golpean sus chuzos contra la piedra de fuego que siempre llevan consigo, pariendo chispas, haciéndose acreedores de la terrible venganza catalana que les hará famosos en el mundo entero.

Españoles todos ellos. Todos ellos. Tanto los de un lado como los del otro. Con miles de invitados extranjeros a la fiesta. Desde franceses y portugueses en un lado, a turcos en el otro. Pero el grueso de ambas tropas son habitantes de la misma piel de toro que aunque rezan a distintos dioses hoy se van a matar de idéntica manera.

Comienza la batalla. La superioridad musulmana es manifiesta desde el primer momento. Las bajas en las filas cristianas arrecian. López de Haro, Señor de Vizcaya, vasco valiente, capitán de las huestes castellanas, ordena replegarse a sus tropas pero su hijo y él se mantienen en el puesto envueltos por el inmenso ejército almohade.

La situación se vuelve desesperada. Y, entonces, Alfonso VIII, Rey de Castilla, viendo la carnicería frente a él, se gira, mira al Arzobispo de Toledo y le dice: «Arzobispo, vos y yo muramos hoy aquí», desenfunda la espada, espolea al caballo y se lanza al ataque. El arzobispo con él. Los reyes de Aragón y de Navarra con ellos. Y toda la caballería, toda la nobleza, española detrás.

La brutal y enloquecida envestida cruza las filas musulmanas sembrando el caos, da nuevos bríos a las tropas cristianas, cambia el curso de la batalla y de la Historia. Sancho el Fuerte, Rey de Navarra, ataca frontalmente el puesto del califa Miramamolín y sus caballeros y él cruzan sobre los esclavos que se atan con cadenas y ponen en fuga al califa y a toda su plana mayor desatando el desorden y el desconcierto en las filas musulmanas.

La batalla está ganada. La derrota musulmana es total. La matanza, infinita.

Hace ochocientos años de aquello. El día en el que en el sur de España se jugó el destino de lo que aun no se llamaba así. Hombres valientes. Fanáticos, posiblemente.

Con ideas y formas de pensar que hoy nos espantarían, es probable. Pero hombres valientes, demonio. Reyes dispuestos a morir por salvar a su gente y caer con honor. Nobles aguerridos preparados para todo porque para todo es para lo que les habían educado. Hombres recios. Dispuestos a sangrar y a morir por su Dios, por su Rey, por el poder y la gloria. ¡Qué poco políticamente correcto que es eso hoy en día! Hoy en que todo es suave, todo melifluo.

En que se niegan los problemas y después se mira hacia otra parte cuando llegan. En que nadie asume su responsabilidad y las crisis surgen de la nada como si de bosones se tratara. En que nadie tiene más ideología que la del sálvese quien pueda. Hoy en que Dios sólo puede habitar en privado porque, si no, menudo escándalo.

En que España ni se nombra y en que la inversión de los valores ha apartado todos aquellos dignos de ser llamados como tales poniendo en su lugar un diseño postmoderno y vacuo que no se sabe si es hombre o es mujer, que no se sabe si es nacional o regional, si es de izquierdas o de derechas, si es creyente o ateo o qué puñetas es porque nada es nada y el agua es más espesa que el pensamiento de la mayoría.

Pues esta semana se han cumplido ochocientos años desde que 200.000 locos se rajaron el vientre, se abrieron la cabeza y se mataron en nombre de su Dios, de su Rey, de sus miedos y sus anhelos, de lo que ellos entendían que era lo correcto, lo único que un hombre podía hacer en esas circunstancias y, por qué no decirlo, en nombre del par de narices que por aquel entonces aún tenían los hombres cuando todavía eran dignos de llamarse así. Ellos, castellanos, aragoneses, navarros, andalusíes, sí que eran españoles. No nosotros. Patéticos infelices aterrados ante su propio destino.

¡Desperta, ferro! Despertemos nosotros de una vez. Nunca se oyó de un reino conquistado con lágrimas.