«¿Cómo es posible que sean los mercados, las agencias de calificación y toda una serie de poderes no democráticos los que decidan sobre la reforma laboral, la edad de jubilación, el monto de las pensiones, los impuestos y tantas otras cosas que afectan al Estado de Bienestar sin que Gobiernos democráticamente elegidos tengan nada que decir y se limiten a aceptar sin más sus condiciones?»

Tiene razón el semanario alemán Die Zeit cuando advierte en su último número de que mucho más importante que salvar el euro es, colocados ante tal alternativa, salvar la democracia. Una conquista que está en el alero últimamente por culpa de la crisis y el modo que tienen de afrontarla algunos Gobiernos de la Eurozona.

En España ocurrió ya en la última etapa del Gobierno de Zapatero con la reforma constitucional por la vía rápida y en connivencia con la oposición conservadora para fijar por mandato la estabilidad presupuestaria.

Pero desde la mayoría absoluta lograda en las urnas por el Partido Popular gracias a la equivocada creencia de muchos votantes de que la derecha inspiraría inmediatamente más confianza a los mercados, ese modo de hacer se ha convertido ya aquí en práctica diaria.

En la Europa del Norte no deja de sorprender la relativa calma con la que en países como Irlanda, Portugal y últimamente España, los ciudadanos aguantan los sacrificios que les imponen los Gobiernos con el siempre socorrido argumento de que no hay alternativa, algo que contradicen, sin embargo, algunas de las medidas que está adoptando la Francia del socialista François Hollande.

Pero ese desprecio continuo al menos de las formas democráticas no se manifiesta sólo en los países más directamente afectados por la crisis y a los que se trata de convencer de que no hay más remedio que aceptar lo que dictan los mercados, sino que se da también en el país al que muchos responsabilizan de que se nos esté imponiendo una cura de caballo que agrava la crisis en lugar de mitigarla.

Die Zeit habla de «estado de excepción permanente» que puede terminar acabando con las reservas de legitimidad del sistema para referirse al modo antidemocrático en el que el Gobierno alemán decide los ´rescates´ a los países del Sur, viola promesas electorales y recurre a procedimientos poco transparentes.

El Tribunal Constitucional alemán ha querido cumplir el papel de vigilancia de la legalidad democrática que tiene asignado al comprometerse a analizar si las transferencias a Bruselas de competencias que antes correspondían a Berlín violan la carta fundamental de ese país.

Mientras tanto, en nuestras capitales se deciden últimamente las cosas porque lo exigen los mercados sin que la política tenga al parecer nada que decir.

Y si el Banco Central Europeo, por haber sido creado a imagen y semejanza del Bundesbank alemán, tiene como principal cometido la lucha contra la inflación, ¿no podrían los Gobiernos decidir ahora, a la vista de la experiencia, que tan importante o más que la estabilidad de precios son las medidas que ayuden a combatir el paro, que alcanza en algunos de nuestros países niveles alarmantes, sobre todo entre los jóvenes? Es lo que hacen otros centrales como es la Reserva Federal de Estados Unidos.

Si no hay alternativas, como no se cansan de repetir algunos Gobiernos, entonces ¿para qué sirve la democracia, que consiste precisamente en que los partidos expongan y expliquen diferentes alternativas, distintos modelos de sociedad y los ciudadanos, debidamente informados, decidan libremente en las urnas cuál les conviene?

¿Cómo es posible que sean los mercados, las agencias de calificación y toda una serie de poderes no democráticos los que decidan, aunque sólo sea indirectamente, sobre el alcance de la reforma laboral, la edad de jubilación, el monto de las pensiones, los impuestos y tantas otras cosas que afectan al Estado de Bienestar sin que Gobiernos democráticamente elegidos tengan nada que decir y se limiten a aceptar sin más sus condiciones?

Se coloca a los Parlamentos, sobre todo donde el partido gobernante tiene mayoría absoluta, ante hechos consumados y los diputados se limitan a aprobar precipitadamente —muchas veces con gusto, si coinciden con sus planteamientos ideológicos; otras, a regañadientes— lo que el Ejecutivo ha decidido por presiones externas.

Mientras la sociedad civil reclama mayor participación en las medidas que toman sus gobernantes y, ante todo, mayor transparencia —lo cual explica el éxito de partidos jóvenes como los Piratas en Alemania— los Gobiernos se empeñan en seguir el camino opuesto: el de la opacidad y la toma de decisiones por decreto. La democracia definitivamente no es eso.