No hay esfuerzo que un hombre no esté dispuesto a hacer para no hacer el verdadero esfuerzo de pensar. Joshua Reynolds, pintor inglés del siglo XVIII.

Érase una vez, queridos niños, una «potencia europea de grado medio» —así la bautizó Felipe el Sevillano, legendario mandatario discutido en su día pero, visto lo que vino después, muy añorado más tarde— que, tras una penosa historia que incluye varios siglos de imperio cochambroso, en la que la población sobrevivió como pudo a hambrunas, sequías, fanatismos, guerras casi siempre civiles y a migraciones obligadas, había conseguido, a fines del siglo XX, que sus clases medias y populares alcanzaran un buen pasar. Incluso logró formar parte de la comunidad de reinos de su entorno, pese a que la mayoría de ellos la habían mirado, hasta poco antes, por encima del hombro.

Pero, de repente, surgió de la nada un ambicioso, bigotudo y, pese a su tamaño y a que sus publicistas lo vendían como el típico ´hombre normal´, chulesco aspirante a capitoste conocido, no obstante ser madrileño, como Jose Mari de Pucela, por el lugar donde hizo sus prácticas de mando. Hábilmente, agitó el pendón de la regeneración social frente al paro, el despilfarro y la corrupción supuestamente propiciadas por Felipe; se alió con el clero, la élite financiera y buena parte de la judicial —por cierto: uno de los togados que más trabajó por encumbrarlo se vio, casi veinte años después, vilipendiado y desposeído de su cargo por los herederos del pequeño líder—, y aprovechando que la población estaba ya harta de acento andaluz, desbancó al sevillano.

Recién instalado en el castillo, predicó la buena nueva: sus súbditos podían ser propietarios de una casa para habitarla o para enriquecerse revendiéndola. Declaró urbanizable casi todo el reino e instó a sus amigos financieros a conceder créditos baratos, generosos y a muy largo plazo a cualquiera que pasara por la puerta de sus oficinas, incluso sin avales. Los empleados de los bancos tendrían una prima por cada crédito dado y los directivos recibirían fabulosos bonus por dejar atrás a la competencia, aunque debieran recurrir a dinero prestado por bancos extranjeros, muchos de ellos alemanes. Al grito de «gilipollas el último», gran número de entidades se endeudaron hasta las cejas; el frenesí dejó pequeño al de la fiebre del oro. ¿Resultado? Solo en la zona este del reino se construyeron más edificios que en todos los países del entorno juntos: si un municipio pequeño aprobaba un proyecto de 15.000 viviendas, el de al lado, aún menor, promovía 20.000. Como complemento, promovió la construcción, también a crédito y expropiando terrenos —muchos de ellos de allegados al poblador del castillo— a precios exorbitantes, de autopistas de peaje, aeropuertos, campos de golf, parques temáticos, AVES... Solo quedaba esperar a los millones de compradores.

Pero no llegaron suficientes. El globo de la deuda se infló mucho pero, por suerte para él, no le explotó al pucelano ni a ninguno de los suyos. Cuando ocurrió, el pueblo, enfadado porque, pese a las evidencias, quisieron convencerlo de que los autores de un acto malísimo eran vascos y no marroquíes, los había echado del castillo y puesto en su lugar a José Luis Talantes, un educado chico leonés. Éste no pudo, o no quiso, impedir que el globo se inflara en exceso, y cuando vio que superaba la línea roja, quiso aliviar la presión con medidas suaves, para lo que pidió ayuda al sucesor del pucelano, Mariano el Callado, pero este se la negó. «Para qué ayudarle», se dijo; «él se come el marrón, la gente lo echa del castillo y me pone a mí con un poder omnímodo. Luego, cuando las reinos del entorno me vean en él, me darán lo que les pida, ¡menudo soy yo!». Pero eso no pasó. Abarató el despido, rescató bancos arruinados, alguno de ellos hacía ya Rato, subió impuestos y eliminó derechos adquiridos tras décadas de lucha, pero eso no calmó a una familia de ogros, los Mercados, que, coaligados con una prima suya, Riesgo, que creció, en seis meses, el doble de lo que lo había hecho, en dos años, la prima homónima de su antecesor, le exigieron la entrega, cada viernes, de remesas de súbditos que saciaran su apetito so pena de estragar su reino.

¿Y qué creéis, queridos niños, que hizo Mariano tras retirarse a reflexionar a un par de estadios polacos y ucranianos y a una majestuosa catedral a cuyo jerarca, de paso, devolvió, discretamente, sin aspavientos, un códice robado? Declaró víctimas propiciatorias a la Sanidad y la Educación públicas —ya se sabe: pública y ramera son sinónimos—, a los parados y a los súbditos marcados por el afrentoso baldón de funcionario. El avispado gallego tenía víctimas para muchos viernes, y sus leales, al enterarse, brincaron de gozo dedicando un sonoro «¡que se jodan!» a los sacrificados.

Y colorín colorado, este cuento, desgraciadamente, aún no ha acabado.