A menudo invoco a Herodes cuando sufro el irritante suplicio de alboroto infantil en algún lugar público, así como espero que el cielo se derrumbe sobre la cabeza de ese empleado que atrinchera su necedad tras el cristal blindado de la función pública. Vanos deseos producto del incomodo que causan ciertos comportamientos estruendosos que, sin embargo, resultan excepcionales a poco que se repare tanto en su origen como en su frecuencia; basta con ampliar el plano y mirar más allá de la escena que nos llama la atención. Así es posible descubrir que los niños educados y los funcionarios eficientes son mayoría, aunque pasen desapercibidos.

Sin embargo, así como nadie repara y valora la educación al dar por sentado su ejercicio todos nos sentimos agraviados o alterados cuando nos enfrentamos a una anomalía de la convivencia o sufrimos las consecuencias de la incompetencia ajena. El problema surge cuando se admite la desviación como hábito e identifica al colectivo. Entonces, el estruendoso defecto ensordece una realidad alejadísima de esa percepción popular, alimenta falacias que la sociedad incorpora de forma inopinada y contribuye a deteriorar ya no sólo la imagen de algunos profesionales sino las propias relaciones sociales.

Y así como no todos los niños son bárbaros a escala ni todos los funcionarios unos ineptos u ociosos que se aprovechan del privilegio de la seguridad laboral, ni los jubilados defraudan a la Seguridad Social acaparando medicinas para toda la familia, ni los desempleados cobran el paro mientras trabajan en algún taller sumergido, ni los inmigrantes habitan en las salas de espera de los ambulatorios, ni los empresarios esquivan el IVA o esconden la pasta en el triángulo de las Bermudas. Que hay ovejas descarriadas nadie lo duda; quizás más de las que serían deseables, pues ya se sabe que en la cuna del Lazarillo la picardía es una virtud. Aunque por demasiados pícaros y ladrones que hayan, para decepción de los sofistas de la cochambre social, en España hay mucha más gente decente de la que quieren que imaginemos.

A pesar de ello, la elocuencia tóxica de quienes se empeñan en destacar los defectos de nuestro modelo de convivencia ha logrado convertir la excepción en norma e inocular a las gentes unos prejuicios tan falsos como peligrosos. Para ello se sirven de la certeza de que la reacción emocional a un trauma determinado tiende a generar un mecanismo de defensa frente a quien lo infringe que, por regla general, da lugar a un rechazo expreso a todo lo que representa y por extensión a los que pertenecen al mismo grupo social o profesional.

Esa permeabilidad social al escrúpulo permite al poder emplear los tópicos arraigados en la ciudadanía como argumentos para imponer sus medidas, ocultando su incapacidad para hacer frente a los problemas reales del país sin menoscabar los intereses de los grupos sociales y profesionales que lo sostienen con su esfuerzo. Así, la excepción justifica la norma a sabiendas de que una ciudadanía con la percepción distorsionada las aceptará como una forma de corregir los defectos de un modelo de convivencia que se percibe imperfecto. Aunque con ello también alimentan el desprecio de las gentes hacia quienes, ahora de forma oficial, son los considerados responsables principales de los sacrificios que ha de sufrir el colectivo, motivo por el cual abunda la creencia de que todos los perjuicios que les puedan acarrear tales decisiones son más que merecidos.

Una actitud tan cínica como temeraria que aumenta el riesgo de una fractura social tan fatal para la ciudadanía como conveniente para los actuales gobernantes del PP, que sojuzgan el esfuerzo de los trabajadores públicos y la honradez de los ciudadanos en su inmensa mayoría aplicándoles a todos un sufrimiento innecesario, empleando razones pueriles y ofensivas que atentan contra la inteligencia colectiva.

Asistimos a una de las ceremonias más sádicas de humillación colectiva oficiada por un grupo de individuos que desprecian lo más sagrado de la sociedad que gobiernan: su dignidad. Pues no otra cosa es imponer el paradigma del capitalismo más rancio y selectivo, demoliendo sistemáticamente todo el Estado de Derecho en beneficio de los intereses de las élites económicas y corporativas, haciendo creer a la ciudadanía que pagan por los excesos y desvaríos de una minoría de indeseables defraudadores. A quienes, en un alarde de obscena ironía, se les invita a regresar a la senda recta perdonándoles sus pecados sin que, a la vez, se establezcan los medios adecuados para impedir que vuelvan a delinquir.

La derecha tiene la habilidad de tener siempre un culpable a mano: si ayer era Zapatero hoy son los que no defraudan al fisco (salvo los astutos potentados), y antes fueron los taimados ancianos, el Banco de España, los funcionarios ´vagos e incompetentes´, los inmigrantes depredadores (esos a los que se ha explotado durante años), los mercados insaciables y obstusos, la inflexible Unión Europea€ Y mañana quién sabe si agotados los pérfidos enemigos de la patria no será el influjo de la Luna o una fatal conjunción de planetas lo que amenazará a este inocente Gobierno. Siempre debe haber una amenaza que justifique los medios que conducen al objetivo de este nuevo absolutismo.

La soberbia autoritaria que emplea el bien común en beneficio de sus estrategias de poder, sometiendo a su control todos los recursos institucionales del Estado se envilece en un supremo acto de cobardía al no reconocer la verdadera naturaleza de sus acciones, utilizando a los ciudadanos como escudos humanos de su incompetencia para obtener el rédito perseguido de quienes se benefician de su cada vez más evidente propósito de poner el Estado en manos del capital privado. La cuestión es si a la sociedad española aún sigue prefiriendo las cadenas a la libertad.