Como «de todo hace ya veinte años» (cuántas veces me habré acordado del verso de Gil de Biedma), han pasado en efecto ya veinte años de la tarde que siguió a la mañana en que murió mi tía abuela Carmen Ruiz-Funes. Fui a su piso en la trasera de la galería Chys a rendirle mis respetos por última vez a aquel saloncito literario donde tanto había hablado del pasado con ella, quien tenía un sentido del humor absolutamente explosivo, inimaginable hoy, donde todo el mundo parece hecho de molde. Era la última de la casa. Me habían dicho mis familiares que saludara a los deudos y llevase varias maletas para hurtar todos los libros que pudiese de la inmensa biblioteca, porque ya estaban clasificados para trasladarlos al día siguiente a Madrid, a las manos de Gustavo Pérez Puig, heredero de aquel tesoro.

El director de teatro, que ha muerto ahora, era sobrino de la ya en aquel tiempo desaparecida Anita Puig, esposa de Carlos Ruiz-Funes, a su vez hermano del biministro ´rojo´ con la República, Mariano Ruiz-Funes. No sé si por entonces Anita Puig se había convertido en fantasma. El pintor Muñoz Barberán creyó verla un día en las escaleras mecánicas de El Corte Inglés. «No puede ser, pero si está muerta», se repetía para creérselo. Quién sabe. La casa olía aún a ungüento para enfermos de las piernas, y me dio cosa desvalijarla. Otros ya habían robado los cuadros buenos y en las paredes vacías quedaban las huellas del tabaco fumado en cincuenta años. Era como aquella escena de Zorba, el griego, con las mujeres enlutadas llevándoselo todo y dejando la casa en la raspa, ante un cadáver caliente que aún no había acabado de dictar sus últimas disposiciones.

Muchas veces después lamenté no haber tenido un temperamento de banquero prejubilado, y haber sisado todo lo que hubiese pillado, en nombre de la alta cultura. Aquella era la mejor biblioteca de clásicos españoles que he visto jamás. Yo me creo que, cuando murió de repente su propietario y excepcional lector, mi tío abuelo Carlos, tanto el luego premio Nobel Camilo José Cela como el miembro de la ´generación del 27´ Jorge Guillén se echaron a llorar desconsoladamente en los butacones de aquella casa, según me contaba mi tía Carmen, no tanto por el muerto como por el destino de aquellos libros. «¡Que no se pierda la biblioteca!», escribió luego Guillén a la viuda Puig, con aquella su letra historiada y con cierto vuelo.

Tras que se los enviaran a Gustavo Pérez Puig, nunca supe la suerte de aquellas toneladas de libros con valor incalculable, que no sé si sirvieron para pagar un tren de vida refinado. Alguien me contó que, curioseando por la Cuesta de Moyano madrileña, había hojeado muchos ejemplares de viejo en cuyas segundas páginas se leía una imprevista dedicatoria: «A Carlos Ruiz-Funes, con admiración, de su amigo...»