La radio es el mejor invento del hombre aparte de la medicina. La admiración que siento por quienes la hacen viene de muy lejos, de cuando aún no sabía ni leer ni escribir y ese medio resultaba tan crucial para mí, y seguro que para miles de millones de personas, como el aparato con el que me calmaba el asma.

La primera voz que luego, cuando ya era un adolescente, vi en persona fue la de Fernando Delgado, que entonces era un año mayor que yo (o casi) y trabajaba de locutor en Radio Juventud de Canarias, en Tenerife, de donde somos ambos. Coincidimos en un examen de Griego cuando él y yo estudiábamos por libre el bachillerato. Los incidentes de aquel examen (que uno aprobó y el otro no, y en eso no me voy a detener) han dado para mucho, pues comenzaron con la expresión de mi admiración particular por lo que ya entonces se me antojaba que era una figura de la radio, pero sobre todo porque el tiempo jamás disminuyó, ni un ápice, la amistad que entonces empezó a crecer.

El tiempo ha dado para mucho, y sigue dando. Fernando ha hecho muchísimas cosas en el mundo de la comunicación, la radio, la televisión, la prensa, en la gestión y ante el micrófono. Pero jamás ha decaído su vocación poética, que ha seguido alcanzando el formato noble de los versos pero también se ha derramado en los también arriesgados vericuetos de la narrativa. Y ahora ha publicado en Planeta, su editorial desde que ganó el premio del mismo nombre, su mejor libro, o por lo menos el más arriesgado de todos los que hasta el momento ha dado al papel. Es una novela, También la verdad se inventa; ese verso de Antonio Machado («Se siente más de la cuenta/ Por falta de fantasía: También la verdad se inventa») le sirve a Fernando Delgado para trabar una historia de mil historias (casi), todas diferentes y todas animadas por la inveterada decisión del escritor de no abandonar el ámbito poético que forma parte de su energía sin descuidar en absoluto su pasión por contar.

La novela transcurre en un estudio de radio, y por tanto en las ondas; su asunto, el que circula por las venas del libro, se refiere a las distintas venas que tiene la homosexualidad en todas las formas en que ésta se expresa. El dibujo que hace Fernando para profundizar en el asunto tal como debe hacerse en las novelas (o en el arte en general) se corresponde con los disfraces imprescindibles para que el relato cobre el vuelo adecuado y su misterio. De modo que uno va leyendo como si estuviera ante historias cruzadas cuando al final el relato es único y va al fondo de la soledad (de su construcción) o de la alegría con la que los protagonistas van contándole a una locutora a veces desganada, otras veces burlada, pero siempre presente, una peripecia que parece que nunca es verdad.

Es un libro lleno de fantasía, de invención, pero el filamento más puro tiene que ver (en este país abotargado, episcopal e insultón) con la reivindicación que siempre ha hecho Fernando de las sensibilidades contrariadas. Es una novela, no es una reinvidicación sociológica, pero mientras la leía sentía que era también una reivindicación de esas sensibilidades contrariadas a veces (y muchas veces) incluso por las jerarquías más obligadas a la humildad de las opiniones.

¿Una novela arriesgada? Pues sí, pero no por el asunto, que está muy bien resuelto como una narración que sigue todos los cánones, sino porque en su narrativa es la primera vez que Fernando Delgado ata el barroquismo carpentierano del que procede su imaginación novelística y asume el lenguaje pronto de la radio, que le permite ir (como requería Azorín) "derechamente a las cosas". O como hubiera dicho su gran amigo José Hierro, "sin vuelo en el verso".

Celebro el libro, celebro su tono, y celebro que, por lo menos así, Fernando haya vuelto a la radio, que es donde él se hizo.