Este mes se cumplen treinta años de la huida hacia delante de aquel impresentable asesino dipsómano con nombre de tenor de ópera bufa italiana, Leopoldo Fortunato Galtieri, quien, ante las crecientes dificultades que, tras la aparición de las Madres de Plaza de Mayo, sufría la dictadura militar argentina —uno de los regímenes más criminales de la historia— que dirigía, decidió seguir la senda que el modelo que lo inspiraba, Hitler, recorriera con éxito varias veces en los años treinta del siglo pasado —cuando incorporó, sucesivamente al Reich el Sarre, la zona desmilitarizada de Renania y los sudetes checos— y apoderarse de las desguarnecidas islas Malvinas, eterna reivindicación del irredentismo argentino, confiando en que, como ocurriera con los nazis, la comunidad internacional, incluyendo, dada la irrelevancia económica que entonces tenía aquel remoto territorio —ahora parece que hay petróleo allí; la cosa ha cambiado— a la lejana metrópoli, no reaccionara, permitiéndole consolidar la conquista. Sin duda, pensó que, tocando la fibra más sensible del nacionalismo argentino, convertiría las lanzas en cañas y lograría que todos sus súbditos, como le ocurriera a Hitler con los alemanes humillados por Versalles, le apoyaran.

Al conocer la noticia, yo di un salto de alegría. Conociendo a la Thatcher, que tampoco vivía sus mejores momentos, pues la dura batalla entablada con los sindicatos en pos de lograr su objetivo de privatizar lo máximo que pudiera del ámbito de lo público —minería, sanidad, transporte, enseñanza…— le había hecho perder popularidad, poniendo en serio peligro su reelección, sabía que no se quedaría con los brazos cruzados y no descansaría hasta retomar las Falklands (nombre británico de las islas) ya que, cuando lo lograra —para mí estaba claro que se merendaría a un ejército, el argentino, que, como el franquista, era una mera fuerza de ocupación interior, una máquina represiva contra ciudadanos desarmados incapaz de ganar cuando se enfrentara a un enemigo preparado como la Royal Army— sería ella la que, no ya por satisfacer el también muy potente sentimiento nacionalista británico, sino por resucitar su nunca eliminado sentimiento imperialista que tan pocas ocasiones de gozo había tenido tras la Segunda Guerra Mundial, se afianzaría en el poder para muchos años. Lo bueno, para mí, era que ello significaría el fin de la dictadura militar y el procesamiento de los asesinos y ladrones que la habían dirigido, e ingenuamente pensé que la misma seguridad en la ineluctable derrota del payaso Galtieri y, con él, de su criminal régimen, esperanzaría a la numerosa masa de argentinos exiliados esparcida por el mundo.

Por ello, no puedo, pese al mucho tiempo pasado, sino expresar el estupor que me sigue produciendo el comportamiento de esos exiliados. Por entonces, charlaba con frecuencia con unos argentinos de formación universitaria que se habían hecho con la explotación de un quiosco de prensa —entonces, antes de Internet y su gratis total, era un buen negocio, y aún mejor el suyo, ubicado junto a El Corte Inglés— cuando compraba allí mis periódicos y revistas. Antes de lo de las Malvinas, decían pestes al referirse a los ilegales mandatarios uniformados, pero cuando Galtieri dio el paso adelante, todo cambió: adornaron el quiosco con banderas argentinas y manifestaban su apoyo incondicional a una aventura que, como se comprobó más tarde, no pagarían los corruptos generales que masacraban al país sino los poco entrenados soldados de reemplazo. Por más que intenté hacerles ver que la Thatcher no era enemiga suya sino de los que les habían obligado a salir, de la noche a la mañana, de su país con una mano delante y otra detrás para salvar la vida, su nacionalismo los tenía absolutamente enajenados. Y lo mismo pasaba en todo el mundo: masas de argentinos exiliados se manifestaban frente a las embajadas británicas apoyando a sus verdugos. Tras la derrota, que significó el final del criminal régimen, mis interlocutores recobraron, poco a poco, su buen juicio. Yo evitaba sacarles el tema, pero si alguna vez surgía alguna referencia, sus semblantes se ensombrecían con una clara expresión de vergüenza retroactiva.

Esta experiencia me hizo comprender, por primera vez, que los seres humanos somos capaces —por ideología, sentimiento nacionalista y/o religioso, o por la simple necesidad de formar parte de un colectivo— de apoyar a quienes, objetivamente, van en contra de nuestros auténticos intereses. Desde entonces, muchos ejemplos me han hecho ratificar esta idea; espero tener oportunidades posteriores de poner otros ejemplos.