Todo va deviniendo cada vez más enmarañado, y el mundo que conocimos los mayores se nos escurrió entre las manos. Las dos grandes pulsiones de la naturaleza humana, el sexo y el poder, se han complejizado también. Mas allá de los géneros habituales, lo bisexual y lo trisexual se apoderó del escenario. También levantamos la voz en el ámbito político, gritando mucho cuándo podemos, pero no siempre acertamos al nombrar al destinatario de nuestras imprecaciones. O descartamos erróneamente la posibilidad de que los aullidos acaben provocando un efecto contrario al deseado. Aun así, la gente común, como diría un argentino, ajena a los complejos y las complejidades, continúa poblando el planeta.

El señor Thomas Mann, de Lubeck, Alemania, dejó escrito que envidiaba a las personas sencillas que mantienen su simplicidad inalterable al paso del tiempo, a pesar del acoso de la realidad. Para mí que deberían de estar subvencionadas, por contribuir con su elementalidad al reequilibro del mundo. Mann convirtió su infierno interior en gran literatura, al tiempo que preservaba las convenciones de su universo exterior burgués, con alguna excepción, como cuándo seducía a los vástagos de sus amigos o enloquecía por aquel camarero suizo que aparece ya anciano en una extraordinaria serie televisiva sobre el autor. Qué inmenso honor, pasar a la posteridad por haber sido objeto del deseo de Thomas Mann, un representante dignísimo del abigarramiento sexual del siglo XX, amparado además por una esposa comprensiva.

Adicto a las complejidades de los nuevos tiempos, pasé la víspera de la huelga en la ópera de Valencia. Un reparto encabezado por Plácido Domingo nos hizo levitar con el fastuoso montaje de Thais, en las antípodas de la crisis, obra injustamente muy poco representada del francés Massenet. Al día siguiente, como la manifestación transcurría cerca de mi hotel, y las masas ejercen un enorme poder gravitatorlo, terminé engullido por la aglomeración. Sumé mi pobre masa a la del resto de los congregados, meciéndome en la magnética calidez del griterío colectivo, aunque el poco cerebro que me queda desconfiara abiertamente del propósito final del evento. Pero la tarde era perfecta y resultaba imposible no sucumbir al hechizo de la multitud.

La marcha era en contra de las cosas del alumno Rajoy, que tiene que elegir entre escribir al dictado o abandonar para siempre la pizarra.

Margen de maniobra, cero patatero, y menos veinte dentro de nada. Por la fuerza de los hechos, lo que hoy nos parece tremendo acabará resultando medianamente aceptable en unas semanas. ¿Por qué manifestarnos contra los sirvientes en lugar de hacerlo directamente en contra de los amos? La próxima vez todos a Berlín. Ningún país de Europa puede salvarse a expensas de sus propia voluntad, por más razonable que ésta sea. ¿Alguien dispone, en la bancada de izquierda, de alguna pócima alternativa que sea bendecida por el directorio europeo? ¿Seguimos las órdenes de la señora Merkel soportando sus errores o volvemos a ser un país independiente y soberano saliéndonos del club? ¿Qué es preferible, la sinrazón institucional al abrigo del conjunto o la razón aislada de uno solo?

En la opera de Massenet, Thais es una sensual cortesana que termina abrazando a Dios, bajo el influjo del severísimo monje Athanael. Cuando la joven muere de tanto rigor penitencial, en pleno éxtasis divino, el monje se da cuenta de que su obsesión ascética ha sido un error. Lo que realmente deseaba era trincarse a la chica. Así que, con su acción redentora, Athanael consigue precisamente el efecto contrario al deseado: la puta se hace santa y el santo se hace hombre. La complejidad del poder, como la de la carne, provoca también sus espejismos. Ocupar las calles fue estupendo la otra tarde, aunque no estoy seguro de que al final no nos acabe ocurriendo lo que a Athanael, y terminemos obteniendo precisamente el efecto contrario al deseado, sin alivio ni compensación para nuestros males, con el país entero descolgándose poco a poco del mapamundi. Quizás en lugar de echarnos al degüello del Gobierno deberíamos preguntarnos, por una vez sin manías, qué podemos hacer entre todos para que al final cuadren los números, más nos vale. Y para que el dictado que anda escribiendo el alumno Rajoy merezca el aprobado de la profesora Merkel, aunque ni la una ni el otro nos gusten. Porque fuera de esta aula no hay salvación.