Nada más lejos de mi intención que erigirme en defensor del señor Urdangarin; no sólo porque no me corresponde sino porque es obvio que cuenta con excelentes abogados que sabrán aconsejarle en su peripecia judicial. No obstante, sí quisiera, a través de este artículo, ejercer el público patrocinio de una serie de valores y principios propios del Estado social y democrático de Derecho en el que todavía vivimos. Principios que también amparan al yerno del Jefe de dicho Estado.

Desde que saltó la noticia de la posible implicación del Duque de Palma en una serie de negocios de dudosa legalidad, la hueste de acusadores ducales y —por extensión— reales, ha ido aumentando en cantidad y en acometividad. Y no ha sido precisamente porque de las diligencias de investigación hayan resultado indicios de criminalidad contra el esposo de la Infanta Cristina (que eso lo sabrá, por el momento, el juez de Instrucción), sino porque los corifeos de turno, violando incluso la privacidad epistolar del zaherido yerno, ya han comenzado a ejercer su lacerante cometido con la donosura habitual. De hecho, ni siquiera ha declarado en el momento en que escribo estas líneas como imputado, conditio sine qua non para que se pueda abrir el juicio oral frente al mismo. Pues bien, ajena a tales formalidades, la condena mediática —y por ende social— hace ya semanas que se dictó, y poco va a importar el desenlace judicial del asunto en lo atinente a la imagen y honor del Duque, irremisiblemente periclitados.

Imaginemos, por la razón que fuera, que salga absuelto. ¿Qué pasaría en un país europeo moderno? Pasaría que los periódicos, radios y televisiones darían la noticia, los lectores, oyentes y telespectadores tendrían conocimiento de ella y la ciudadanía se diría «vaya, resulta que era inocente y los jueces así lo han determinado». ¿Y qué pasaría si ello llegase a suceder en España? Pues, probablemente, que aquellos medios que, vaya usted a saber cómo, han accedido a unas diligencias previas que son secretas por disponerlo así la ley, filtrado y sesgado información, consultado ´expertos´ y conformado un determinado estado de opinión, van a concluir rápidamente algo así como que los jueces habrían absuelto al Duque de Palma por ser vos quien sois. Y como además el hipotético fallo absolutorio no coincidiría con lo que ya habrían dictaminado los insignes juristas catódicos, formados todos ellos —y todas ellas— en las mejores facultades de Derecho, pues ya se sabe: los jueces son todos unos corruptos, porque claro, o son franquistas o hijos de franquistas, o por lo menos ultraconservadores, y ya se les ve el plumero, y además están fuera de la realidad, y usan unas palabras muy raras que no entendemos, y a saber lo que les habrán prometido, etc.

Menos mal —dirán algunos— que aún nos quedan los imparciales y sabios tertulianos y la gozosa prensa amarilla para informarnos de la verdad desnuda. Y añadirán otros ¡qué bien hizo el coronel Charles Lynch! Es más, para qué queremos los tribunales si con un buen programa de televisión con máquina de la verdad incluida y unos correosos periodistas ´de investigación´ de esos que desgranan autos y sentencias con la misma pericia y desenvoltura con que desvelan los trapos sucios de las marujitas, borjas y paquirrines, tenemos una resolución de condena (la única aceptable, claro está) en un par de horas, descontando, eso sí, los anuncios publicitarios que patrocinan el evento.

Por otra parte, la prueba del nueve de la culpabilidad ducal la encuentran algunos en otra serie de elementos adyacentes. Si el Duque corre por las calles de Washington perseguido por un cámara y un redactor, resulta que está huyendo de los medios de comunicación, luego es culpable. Se ve que algunos en su lugar estarían encantados de responder a pie firme a las típicas preguntas idiotas que acostumbran a dirigirles a quienes están pasando por alguna dificultad personal. Si se desplaza discretamente a España desde su residencia en EE UU para preparar su defensa, lo que pasa es que se está ocultando, luego es culpable.

Desde luego, ni yo ni nadie, salvo él mismo, sabemos a fecha de hoy si cometió algún o algunos delitos el señor Urdangarin. Lo que sí sabemos es que a él como a cualquier otra persona que ha sido citada de comparecencia como imputado le es aplicable el ordenamiento jurídico español en su conjunto, el cual abarca, junto a ciertas obligaciones, una serie de derechos que le asisten en idéntica medida (no en más, pero tampoco en menos) que a los demás ciudadanos y que magistralmente fueron plasmados, en esencia, en el artículo 24 de la Constitución española: a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos sin que se pueda producir indefensión; al juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informado de la acusación formulada, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismo, a no confesarse culpable y a la presunción de inocencia.

Cabe preguntarse cuantos de estos derechos han comenzado a verse erosionados, mucho antes de que haya tenido ocasión de declarar, por la acción de algunos medios de comunicación más preocupados de su cuenta de resultados que del respeto a la ley y a los derechos de los demás. Desde luego, el último del enunciado no parece hacer sido excesivamente respetado en su vertiente periodística, pues la presunción es de todo menos de inocencia (y algunos, sin cortarse un pelo y con elevadas dosis de irresponsabilidad, ya meten en el mismo cajón a la Infanta Cristina y a la Casa Real, ya sea por acción o por omisión).

Quién sabe si, en aquellos medios que no hayan optado directamente por tildar de prevaricadores a los jueces que eventualmente absuelvan al Duque de Palma (y no digo yo que vaya a suceder), luego vienen los lamentos y las excusas: parecía que…, todo apuntaba a…, no queríamos decir tal o cual cosa… Ya ha ocurrido otras veces, como en el caso —clarísimo para muchos— de Rocío Vanikoff o en el de Marta del Castillo, así como en otros centenares de miles que sólo conocen los propios interesados. Afortunadamente, la única y verdadera prueba del nueve que existe en un Estado de Derecho para afirmar la responsabilidad criminal de un acusado reside en los 639 artículos del Código Penal, en los 998 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y en los 169 de la Constitución aplicados con estricto sometimiento a la ley por los únicos que legítimamente pueden hacerlo: los jueces y tribunales.