Lo conocí en 1963, el mismo día que a Paco Rabal, en el café El Candil, de Águilas. Eran las cinco en punto de una tarde de agosto y tenía ese aspecto agitanado que reclama Lorca como verde aceituna. Vivía en Las Cuatro Plumas del Hornillo, desde donde se veía la Isla del Fraile y hablamos durante doce horas seguidas de cine, periodismo, poesía y arte, sus gustos, sus pasiones.

Fue amigo mío en una distancia suplida por pequeños viajes de encuentro y cartas que aún conservo. Le dio mi nombre a un almendro de su huerto aguileño y me dedicó un poema en uno de sus libros de versos que hablaba de los azules ultramares. Tuve conocimiento puntual de sus tareas literarias desde que se jubiló de sus múltiples tareas culturales.

Se debe saber que Salvador Jiménez hace diez años que nos abandonó y que Águilas le dio el nombre de una calle porque era su hijo ilustre y su poeta. Enorme poeta de un neobarroquismo limpio, de la palabra justa, consistente en la incidencia con los clásicos y sus lecturas acumuladas entre Juan Ramón Jiménez, su poeta mayor, García Lorca, a quien le debía su afición a la lírica de los toros y del cante jondo, y Rafael Alberti, poeta del que conocía su poesía total, desde sus ángeles hasta los poemas del Paraná.

Su mirada se llenaba de bondad cuando hablaba, porque el destino de sus palabras siempre era del respeto humano; por eso subía un poco las cejas, para que vieras su atención y su disposición a la ternura. Conoció un mundo brillante de literatura y de arte en París, siendo periodista corresponsal, y se las trataba con el rojerío que vivía en la ciudad del Sena, o que iba o venía, Juan Marsé, Paco Rabal, Roberto Bodegas, Pilar Narvión… Su pintor era Picasso, desde que supo que en las salas del Palacio de los Papas, en Avignon, se llenaron de colores del malagueño universal hasta que se refugió en Mougins, cerca de Vallauris, donde hizo su museo de la paz y la guerra.

Le gustaban aquellos malditos descarados de una poesía distinta que luego salió a flote porque era verdadera poesía: Verlaine, Baudelaire, Jorge Luís Borges, Ramón Gómez de la Serna o el lorquino Eliodoro Puche. Él fue quien trajo a Lorca a su amigo el periodista César González Ruano para que viera a Eliodoro en sus atardeceres líricos, con Manuel Alcántara. Aquel día se supo quién era el poeta Eliodoro Puche, aunque los lorquinos se disgustaran porque Ruano dijo en un diario de Madrid que las uñas de Eliodoro eran como garfios y le asomaba el calzón sobre la correa del pantalón.

Hace bien Francisco José Montalbán de recordarlo en estos diez años que no le vemos (lo sé porque veo Kalika Films gracias a mi buen amigo Juan Oliver), en dedicarse a su obra, y a su vida, y decirlo a los niños con su Papel de leja, porque no encontrará en Águilas (de donde es uno si no de donde le plantan, como diría Delibes) un poeta con tanta preocupación por la palabra. Eso lo aprendió Salvador de su labor cultural en Abc y en los libros con los que se servía para vivir, como un alfarero busca el mejor barro, porque Salvador era escritor artesano, como lo fue Murillo en la pintura.

Tuve la suerte de haber estado junto a él en escritos que tienen relación con amigos, como Antonio Segado del Olmo, o en el cara a cara Paso Azul-Paso Blanco, de Lorca, por eso me dedicó, el que era un árabe murciano ya converso en judío por la fuerza del Paso, un poema Azul del que era y es el mío. Y quiso el destino que pudiera gozar de su amistad, y de la de Maruja, su inseparable compañera, de quienes guardo recuerdos ascendentes de su fraternal cuidado y conversación.

Siempre he pensado que si mezclaras el surrealismo con el barroco, Miró y Picasso con Velázquez, Paco Rabal y González Ruano, Juan Ramón Jiménez y Alemán Sainz, el mejor cuentista murciano, junto a otros reflejos de los cristales limpios y claros de su vida y su obra, resultaría casi lleno un armario del que Salvador sacaría parte de su vida. Lo otro, la llama de su pasión vivida, es su palabra escrita, llena de esa luz aguileña que tanto le gustaba, la blanquiazul desde los verdes vegetales que, como traídos desde el Chile de Pablo Neruda, vinieron a aquel huerto donde los amigos y amigas son higueras, limoneros, almendros, naranjos y hasta florestas, en el paisaje de la poesía de su amable corazón inabarcable.