En Estados Unidos se ha instalado una rara e interesante polémica cuando una agencia del Gobierno ha obligado a censurar la publicación en una prestigiosa revista de los datos para codificar el ADN de virus mutantes de la gripe.

Los científicos que querían publicar la información argumentan que ayudará enormemente al conocimiento de estos bichos y, por tanto, a encontrar remedios de futuro contra ellos. Por su parte, la agencia gubernamental americana se ha escandalizado por la posibilidad de que la difusión de estas informaciones ayude a construir armas letales ante las que no tenemos defensas.

El caso es que como biólogo estoy sinceramente preocupado por el uso que se hace o se puede hacer de la biología desde los ámbitos del terror y también del poder. No tengo una posición clara sobre este tema concreto, me falta información. Pero sí que quiero reflexionar sobre este asunto del bioterrorismo en un contexto global.

No creo ser sospechoso de nada si recuerdo que los primeros que comenzaron a experimentar con las armas biológicas (los primeros, por tanto, que empezaron a amamantar al monstruo) no fueron precisamente los ´Estados gamberros´ ni los terroristas individuales de siniestra catadura, sino los imperios japonés, ruso y americano, en el contexto de una guerra, caliente primero y fría después, que puso a sueldo a centenares de eminentes científicos con la siniestra misión de producir fácilmente armas masivas y terribles.

Primero dominaron el hidrógeno, y lo confinaron en una especie de vomitiva caja que contenía en sí misma toda la perversión de que la humanidad es capaz. Y hasta se atrevieron a probarla. Y el odioso saldo de destrucción y muerte que Hirosima y Nagasaki comunicaron al mundo fue quizás celebrado con champán en algunos laboratorios bien dotados y con científicos —rubios, blancos y altos— excelentemente pagados.

Luego, rebuscaron entre las maravillas que contiene la diversidad biológica de la vida hasta hallar pequeños seres —el ántrax, la viruela, la peste— que pudieran servir para incrementar hasta el infinito la capacidad humana de hacerse daño a sí misma. Los pequeños bichos —ajenos ellos mismos a la propia maldad de sus investigadores— fueron mutados, procesados, recombinados, aislados, trabajados, confinados, refinados, estudiados, con la base de unos presupuestos económicos que, estoy seguro, si hubiesen sido dedicados a ´ciencia normal´ nos hubieran ya librado del cáncer o de la dependencia del petróleo.

A nadie extrañe que los países pobres, incluso los grupos terroristas fanáticos, quieran ahora robar las luminosas ideas de los ricos e intenten atemorizar al mundo con la facilidad que supone contar con el legado científico de las investigaciones tantos años financiadas por los otros. El carbunco, el ántrax, las nuevas cepas de la gripe… estas reconstrucciones de la biodiversidad son la primera escala en una nueva forma de entender la guerra total. El miedo se constituye como una poderosa arma en el seno de sociedades en las que afortunadamente nos estábamos acostumbrando a sentir la seguridad y el bienestar como un derecho natural.

Disuade más el pánico al peligro que el peligro en sí mismo. El miedo queda globalizado y se globaliza el sufrimiento. El bioterrorismo es uno más de los ´extraños´ flecos de la globalización. Flecos perversos y desde luego indeseados por los protagonistas económicos del diseño de un mundo que se quiere global en lo financiero pero igualmente unilateral, como hasta ahora, en lo que se refiere a la distribución de la riqueza, la sanidad, los alimentos o la justicia.