Hubo un tiempo en nuestro país en el que la mayor parte de la población activa dependía del campo. Los habitantes de las zonas rurales mantenían su vinculación a la tierra de sus antepasados como algo inherente a su peculiar cultura y cosmovisión. La ciudad aparecía como un ente lejano cuando no hostil. El proceso que condujo al éxodo acelerado del campo a la ciudad tuvo mucho que ver, en nuestro país, con las consecuencias del Plan de Estabilización de 1959, en pleno franquismo. Con la industrialización, millones de personas, muchas de ellas dedicadas durante años al trabajo agrícola, a la silvicultura, al pastoreo o a la producción artesanal, fueron empujadas a una emigración forzada al extranjero, a las zonas industriales de Cataluña y Euskadi y a las zonas turísticas emergentes (Mallorca), sin olvidar la enorme atracción que ejercía la capital, Madrid, que vio crecer exponencialmente su población a partir de la década de los 60 del pasado siglo.

Esa huída del campo a la ciudad tuvo también su expresión concreta en el interior de cada una de las regiones de España, que contemplaron el enorme crecimiento de ciudades llamadas a constituirse en centros regionales de primer orden (Zaragoza, Sevilla, Málaga, Valencia, Valladolid, Bilbao, Vigo, Murcia…), lo que implicó también un notable crecimiento poblacional de éstas. Estos hechos contribuyeron al gradual vacío de las zonas rurales, de tal modo que hoy el porcentaje de población activa dedicado a la agricultura ha descendido considerablemente.

Y en ello no solamente han influido la dureza de las condiciones laborales en el medio rural y la indudable atracción que, para muchas familias campesinas, ofrecía la ciudad, espacio con servicios y ventajas comparativas no disponibles en el hábitat rural. La realidad es que se ha ido consolidando el olvido sistemático del campo por parte de las diferentes administraciones, a lo que se añade una política agrícola común (PAC), en el seno de la UE, que privilegia a ciertos mercados en detrimento de los nuestros. Muchos habitantes de nuestras aldeas y pueblos percibieron enseguida que la agricultura tradicional no era rentable ni les garantizaba su supervivencia.

En nuestra Región, el vacío poblacional es constatable hoy en zonas como el Noroeste, la comarca Oriental y el Altiplano. Núcleos en los que, hace unos años, había una población estable de varios centenares de habitantes cuentan hoy con unas pocas decenas de vecinos. En el Noroeste, nombres como los de Inazares, El Hornico, Los Odres, El Moral, Cañada de la Cruz, Calar de la Santa, El Sabinar, Benizar… nos suenan estos días de invierno cuando la nieve se deja ver en esos parajes. Pero el resto del año sólo un turismo rural —afectado, como tantos otros sectores, por la crisis— logra mantener cierta apariencia de actividad en algunos de dichos núcleos rurales. Y lo cierto es que, dejando al margen una visión excesivamente idílica de estos lugares con indudable encanto paisajístico, esas olvidadas aldeas y pueblos del interior de la Región podrían dar más de sí. El abandono al que se han visto sometidos podría revertirse hoy, precisamente cuando la crisis económica que sufrimos condena a muchos habitantes de zonas urbanas a rozar los límites de la mera subsistencia.

La crisis económica no debería ser un obstáculo, sino un acicate, para políticas públicas tendentes a la puesta en valor de estos espacios rurales. Dichas medidas de revalorización del ámbito rural podrían consistir en subvenciones para la rehabilitación de viviendas, ayudas para el fomento del cooperativismo agrario (con el impulso a producción ecológica de productos tradicionales de secano y árboles frutales), la ganadería y la actividad artesanal. Y todo ello sin olvidar el fomento de un turismo rural, hoy en cierto declive por la crisis, respetuoso con el entorno, que tendría más sentido con unos núcleos poblados y activos que no en aldeas y pueblos que pierden atractivo cuando son abandonados por sus moradores.

En la medida en que no es sostenible que en esta Región más de dos tercios de la población habitemos en las comarcas de Cartagena-Mar Menor y Murcia (más de un tercio, en el área metropolitana de la capital), es preciso recuperar esas aldeas y pueblos abandonados. Como decía arriba, sería deseable poner en valor esos espacios de nuestra Región hoy vacíos. El debate está servido.