Varias imágenes y una viñeta, que todos hemos podido ver estos días, resumen, a mi entender, los muy extraños tiempos que estamos viviendo. Primero trataré de describirlas; después, expondré las ideas que me sugieren.

Dos mocetones de 23 años posan, con una amplia sonrisa —afortunados ellos; muy pocos coetáneos suyos, si están serenos, pueden mostrar similar satisfacción— tras vender, por diez millones de euros, la ´empresa´ que montaron a los 17 años dedicada a facilitar la descarga o la visión on line, gratis, de contenidos audiovisuales, es decir, series de televisión y películas hechas por otros. Un enorme transatlántico permanece tumbado cerca de una pequeña isla del mar Tirreno tras impactar contra unas rocas que nadie supo detectar a tiempo, un hecho que ha costado la vida a un número aún no determinado de personas y, quizás, una catástrofe ecológica más en el Mediterráneo. Un juez español, sentado en el banquillo de los acusados, con toga y puñetas, en la vista oral del primero de una serie de juicios a los que poderosos colegas suyos le han abocado, fotografiado por un aluvión de cámaras, muchas de ellas de medios extranjeros que, como dice David Trueba, «solo vienen a España a San Fermín y a la tomatina de Buñol», que han acudido ahora en masa, extrañados de que juzguen a un magistrado de prestigio internacional antes que a los presuntos corruptos a los que tuvo la mala idea de perseguir. Finalmente, la viñeta, de El Roto, muestra a un magnate que baja de una limusina y le dice a una indigente que se le ha acercado en actitud pedigüeña: «Pague usted al chófer», a lo que ella responde, sumisa: «Muchas gracias, señorito".

Todo es una metáfora del zeitgeist, el ´clima cultural e intelectual´ de nuestra era. Si lo usara, me quitaría el sombrero ante los autores, generosamente retribuidos a nuestra costa, de las milongas que nos han hecho tragar. Miedosos y apáticos, paralizados, achacamos todos nuestros males a unos pocos chivos expiatorios —Zapatero, inmigrantes, beneficiarios del PER...—, y no solo aceptamos las exacciones a las que, en aplicación del dogma de que no hay otra opción, nos someten quienes nos convencieron, sin aval previo alguno, de que nos iban a sacar de ésta, sino que les damos las gracias como la vagabunda de El Roto al ´señorito´ de la limusina.

Y así, asumimos que triunfen unos despabilados (aquellos mozalbetes) que se han lucrado robando la propiedad intelectual de otros y destrozando, junto a otros como ellos, unas industrias —la audiovisual, la discográfica, ¿la editorial?— que empleaban a mucha gente. Y compramos su coartada, la de que sirven al «sagrado derecho al libre acceso a la cultura gratuita». Todo sería más defendible si admitiéramos, con igual comprensión, en un país con más de 60.000 desahucios el año pasado —un 15% más que el anterior— la ocupación de casas. Porque si es sagrado ese derecho ¿no debería serlo mucho más el derecho, sancionado por la Constitución, a una vivienda digna? ¿Por qué entrar a saco en la propiedad intelectual y no en la catastral, pese a que, en muchos casos, el origen de ésta es ancestral —a los duquesitos de Alba les tocará un enorme patrimonio que, desde hace siglos, disfruta su familia— y a que nadie ha fijado para estos herederos, a diferencia de los de la propiedad intelectual, una fecha tope de transmisión?

¿Y lo del Costa Concordia? ¿Hay algo que retrate mejor lo que ocurre en uno de los países hasta ahora punteros del G-8 que el naufragio de un barco que transporta más de 4.000 personas, cuya tripulación, mal pagada y peor entrenada, no supo, durante más de dos horas, poner a salvo no ya a sus pasajeros sino casi tampoco a sí misma, y cuyo capitán puso pies en polvorosa a las primeras de cambio? Y qué decir del empeño en echar a Garzón de la judicatura a cómo dé lugar. Garzón no es, desde luego, el santo que él cree ser; en su trayectoria ha dado motivos sobrados para ser sancionado, pero entonces casi le beatifican. Que haya sido ahora, justo tras de que se le ocurriera poner cerco a unos tipos que, en connivencia con gobernantes de varias Comunidades autónomas —una de ellas la valenciana, la que más deuda tiene, unos 62.000 millones de euros, de España—, se hicieron de oro a costa del erario público, cuando los mismos que le jaleaban le montan hasta tres autos de fe, huele peor que la Dinamarca de Hamlet.