Hay veces en las que la vida te da un bofetón en la cara y no te da tiempo a reaccionar. Puede que se trate de una de esas circunstancias en las que se pone toda la carne en el asador en un proyecto (vital, claro, en ese momento, como pasa tantas veces en el transcurso del nuestra existencia) y se te contesta con un soberano portazo en los morros. En ese mismo instante, resulta inevitable —antes de la digestión y asimilación del tortazo— el rebelarse contra los acontecimientos y protestar: ¿por qué yo? Pero también es, al cabo, absolutamente saludable dar un paso hacia adelante para aprender del sofocón, renovarse y evolucionar personalmente. Básicamente, porque no queda otra.

Pues resulta que en una tesitura de ésas me encontraba yo el día que me visitó mi alumno Matías, hace muy poco. Y lo cierto es que andaba todavía en la fase plañidera del «por qué, por qué, por qué», sin haber absorbido la fuerza del sopapo. Pero servidora se debe a sus estudiantes, así que, aunque un tanto abstraída y apenada, tragué bilis y me dispuse a atenderle. El muchacho me contó que se hallaba de vuelta del extranjero —donde está haciendo su último curso de Universidad— por un corto tiempo, y yo le comenté que le veía muy bien. Y es que es verdad: el chico tenía un aspecto inusualmente saludable, y hasta sonreía. Y yo no creía haber visto la sonrisa en los labios de mi alumno, a menudo. Pues, aunque desde que le conozco ha ostentado posiciones de liderazgo en la titulación en la que doy clase, Matías siempre ha hecho gala de un aspecto un tanto ceñudo, que —unido a su atuendo exótico en el que se mezclan las casacas, los piercings y las bandanas— a mí al principio me imponía un tanto.

Ese día, en concreto, venía a verme porque, incluso después de haberse examinado brillantemente el año pasado, casi estuvo a punto de perder el curso por no haber podido pagar su segundo plazo de matrícula. Se quedó sin beca y sin dinero para subsistir a mitad de año. Un desastre que se ha evitado, menos mal, a base de los arrestos que Matías le echa a la vida.

Porque hoy sé —por otros, nunca por él, que es de corazón de león y orgulloso— que el talante hosco del muchacho se debe a la responsabilidad que él mismo se echó un día a los hombros, cuando todavía era muy joven. Matías anda prácticamente solo en el mundo, y hace mucho que se subvenciona sus propios estudios a base de becas, de trabajar despachando pizzas y cafés, y de pasar hambre. Y esto es literal, y no metáfora. De origen español y criado en Francia, decidió venirse a España sí o sí, en contra de la voluntad de su padre, y sus lazos con familiares son hoy débiles y escasos. De hecho, su estancia en Inglaterra ha transcurrido a costa de seguir trabajando en cafeterías y restaurantes por un sueldo base, compaginando esto con sus estudios en la Universidad. Pero, gracias a su obstinación sin límites, a su gallardía ante la vida y con la ayuda de sus amigos, hoy habla francés, español, inglés e italiano con diferentes grados de perfección. «Ya ve, profesora», me dijo, con una inusitada dulzura en él, aquél día, «es como usted dice en clase: que lo que no te mata te hace más fuerte». Y ahí fue cuando me tuve que reír, olvidando mis tontas cuitas, al tiempo que me emocionaba. «Ay, Matías», le contesté, «si fuese tan fácil predicar como aplicarnos el cuento, otro gallo nos cantaría». Y dándome pormenores de sus ires y venires, al rato nos despedimos con un gran abrazo, y se marchó.

Una vez sola, medité sobre lo poco que valoramos nuestra suerte los mortales como yo, y lo mucho que se la tienen que currar algunos. Pues los chicos como Matías no abundan, pero hay más de los que la gente conoce. Y son la auténtica aristocracia del talento de la que habla el filósofo José Antonio de Marina. La meritocracia ganada a pulso, que lleva, con orgullo y sin mendigar, su vida hacia adelante. Están indignados, desde luego, como lo está mi ceñudo alumno —y con razón, cómo no se van a cabrear, con este mundo que les hemos dejado—, pero apenas tienen tiempo para encolerizarse demasiado, pues primero tienen que pagarse los estudios, y hasta trabajar para comer. Chicos que no quieren ser una carga para sus padres. Chicos cuyos padres apenas pueden mantenerlos. Muchachos pobres de dinero y ricos, muy ricos de alma y recursos.

Matías Valiente llegará lejos. Ya se lo tengo predicho. Y esto no es un vaticinio, sino pura lógica. Además, es que estoy convencida de que en los ejemplares como él está nuestra esperanza. Son los hombres y mujeres evolucionados a la fuerza, pasados por el torbellino de la crisis, la carestía y la hambruna, que se niegan a no tener futuro, y que, aunque indignadísimos, vienen empujando, abriéndose paso con denuedo y excelencia, para salvar el mañana de nuestra sociedad.

Y nos dan lecciones de superación y arrojo todos los días. Sólo nos resta estar atentos a lo que tienen que decir, porque, como digo, son ellos los que nos enseñan los auténticos valores; aquellos que algún día olvidamos, mientras nos dedicábamos a compadecernos de nuestras pequeñas derrotas.