Según el cuento recogido en el libro Los mejores cuentos de la literatura universal de Carolina Toval, el rey de Persia, Shah-Abbas I, se encontraba cazando cuando de repente perdió a sus criados. Escuchó entonces una flauta y se dirigió al lugar de donde procedía aquel sonido. Cuando el rey llegó al lugar se encontró con un muchacho que tocaba una flauta mientras cuidaba de su rebaño. Shah-Abbas se acercó y le hizo un par de preguntas, quedando fascinado por el ingenio del joven, así que decidió mantener con él una larga conversación. Admirado por el claro entendimiento del chaval, pensó en lo útil que le sería aquel muchacho en la corte, así que mandó llamar a su padre y le entregó el dinero necesario para que pudiera desprenderse del jornal de su hijo. Luego lo llevó a la corte y le puso de discípulo de los mejores maestros, siendo los progresos del pastorcillo en materia política muy destacables, por lo cual el rey le dio el nombre de Mahomet y lo nombró intendente de su palacio. Con el tiempo, y tras comprobar su lealtad y sus progresos, lo envió como embajador y, posteriormente, lo nombró Gran Visir, destacando en su cargo por su honradez y su persecución del soborno, tan practicado en aquellos tiempos. Un día el gran rey Shah-Abbas I murió y le sucedió Schah-Sofi, un muchacho falto de experiencia, educado en la adulación. Muerto el viejo rey, todos comenzaron a conspirar contra Mahomet, diciéndole al nuevo rey que éste escondía en su casa un inmenso tesoro robado del dinero público y que estaba guardado en una habitación con tres llaves. Lleno de sospechas, el nuevo rey se dirigió a la casa de Mahomet y se quedó admirado al ver la modestia en la que vivía aquella persona que, sin embargo, tenía una posición tan elevada. Los cortesanos que acompañaban al nuevo rey lo condujeron entonces a una habitación perfectamente cerrada. El rey preguntó qué había allí y Mahomet le contestó que allí estaba su fortuna, la cual le pertenecía. Cuando los cortesanos derribaron la puerta se encontraron con unas alforjas, una zamarra, una calabaza de agua y una flauta.

No se sabe cuándo, o quizá haya sucedido desde siempre, pero en algún momento de la historia la política ha dejado de ser un servicio público para convertirse en una actividad lucrativa. Hoy por hoy, no sería muy aventurado afirmar sin miedo a equivocarnos que la gran mayoría de quienes se dedican a la política lo hacen con fines lucrativos y espoleados por las ansias de poder. La mayoría de los políticos cuando llegan al poder olvidan completamente sus raíces, adoptan nuevas costumbres para las cuales se requiere mucho dinero, se compran buenos trajes, buenas casas y parece que siempre han bebido vino de mil euros la botella. No se conforman con muebles funcionales, y llenan sus despachos con hermosas maderas traídas de lo más profundo de los bosques del Amazonas. Ninguno de ellos reniega del lujo; ninguno de ellos ajusta su sueldo o renuncia a unos privilegios que saben que no se han ganado. En definitiva, ninguno de ellos conserva su alforja, su zamarra, su calabaza de agua o su flauta. De pedirles que al final de sus mandatos regresaran a la vida que llevaban antes posiblemente la gran mayoría de nuestros políticos saldría huyendo en desbandada.