Las palabras, cuando se reiteran en exceso, fuera del contexto académico e intelectual que las avala, es como si las cargara el diablo. Por ello, y sólo hasta cierto punto, no debe extrañarnos que mentes enfermizas, como la del asesino de Oslo, Breivik, en su delirante y voluminoso manifiesto, haya puesto en su punto de mira, junto a otros países y personajes tan dispares como Hitler y Benedicto XVI, a España y a nuestro presidente Rodríguez Zapatero. Los excesos verbales de éste en torno a términos como multicuturalismo, multiculturalidad o alianza de civilizaciones, sin la necesaria reflexión e información precisa por parte de sus numerosos y bien pagados asesores, ha posibilitado que esos conceptos queden en una nebulosa ambigüedad para su uso y abuso indiscriminado o, cuando no, asimilados a la peculiar y errática politiquería española. De ahí que mentes enajenadas y obsesivas, defensores de ideología extremistas, no tengan el menor reparo en adaptarlas a su particular y vesánica percepción de los hechos. Por lo que expresiones como «inmigración masiva», o «efecto llamada», manejadas por Breivik, en referencia a España, y su derivación a postulados xenófobos y racistas, han adquirido carta de naturaleza tendente a la controversia populachera.

Un problema, pues, asociado a la inmigración, cada vez más acuciante por la crisis económica, que desde un primer momento debió estimular a la reflexión y diseñar nuevas propuestas con rigor intelectual en vez de permanecer impasibles nuestros gobernantes o, en cualquier caso, refugiarse en una palabrería ilusoria y trivial, haciendo oídos sordos a la realidad de la inmigración. Despreciando o tachando de xenófobos a aquéllos que trataron públicamente cuestiones relativas a la convivencia intercultural en nuestra sociedad. Tal y como sucediera, por ejemplo, con el antropólogo vasco Mikel Azurmendi, marxista y miembro de ETA en su juventud, en la actualidad alejado de esas posiciones, autor de libros tan interesantes y provocadores como Todos somos nosotros (2003), cuando como presidente del Foro para la Integración Social de los Inmigrantes, trató de hacer ver a la Comisión correspondiente de nuestro devaluado Senado, lo que de pernicioso («gangrena») para la sociedad democrática implica el multiculturalismo. Lo cual le supuso el abucheo de nuestros senadores. Una actitud, la de éstos, que puso en evidencia la ignorancia de sus señorías. Pues no supieron diferenciar entre multiculturalismo y multiculturalidad (con haber recurrido a Wikipedia les hubiera bastado para informarse). Siendo el multiculturalismo una doctrina concreta, surgida en los años sesenta del siglo XX, en diversas universidades norteamericanas y europeas, adscrita, por lo general, al ámbito del comparatismo cultural y literario. Y como doctrina o teoría tiene como finalidad abordar y describir la multiculturalidad (convivencia de grupos de diferentes culturas, religiones, etc.) existentes en una sociedad democrática. Se puede, por tanto, discutir y disentir sobre el multiculturalismo sin que se nos califique de xenófobos o racistas. Pero nuestros políticos, lejos de establecer normas precisas y definir el verdadero alcance del multiculturalismo, la multiculturalidad y la alianza de las civilizaciones, se han cobijado en el eslogan popular, en la grandilocuencia de las palabras y en experimentos multiculturalistas que han acabado en discriminaciones sociales que nadie desea; pues así creían convertirse en garantes de tales hechos. Y, claro, luego pasa lo que pasa, que mentes enfermizas y desquiciadas se obsesionan con la ilusoria reincidencia en tales palabras y propuestas, y no tienen reparo en coger un fusil para trazar su delirante etopeya como defensores de los males que acechan a la humanidad.