Me va a costar mucho jubilarme» me dijo hace apenas unos días. 35 años de profesión, casi medio millar de alumnos, más de 100.000 escaleras subidas y bajadas y, sin embargo, mientras me hablaba de su jubilación, mientras pensaba en ese doloroso momento en que dejaría de subir y bajar escaleras, de saludar a sus alumnos y a sus compañeros cada mañana, de abrir las persianas de su aula para que entrase la luz, de corregir libretas, de escribir y borrar en la pizarra, sus ojos se cubrían de lágrimas.

La conocí hace cinco años, y desde el mismo momento en que reparé en ella me di cuenta de que era una persona especial, una de esas personas que —por decirlo de algún modo— están tocadas por la mano de Dios. De aspecto menudo, su manera de hablar pausada pero pasional, su gestualidad suave pero cargada de fuerza, mostraban a una persona cuya pasión y cuya fortaleza radicaban precisamente en la creencia en la propia vida. Y, por añadidura, en su profesión como maestra. Porque, a fin de cuentas, qué es la educación sino el enseñar y aprender a vivir.

Luego, descubrí a la maestra. A la maestra con mayúsculas, siempre con la sonrisa en la cara, siempre con los oídos dispuestos para escuchar, siempre con los brazos dispuestos al abrazo, siempre atenta a las demandas de los demás más que a las necesidades de ella misma. Ni un mal gesto, ni un solo momento de desánimo, ni una desesperanza. Había convertido su aula en un espacio de seguridad donde los alumnos encontraban ánimo ante el desasosiego, confianza ante la inseguridad y valor ante el miedo; tres armas fundamentales para enfrentarse a los retos que nos va trazando el mundo. Y es que sus cualidades como persona determinaban sin duda alguna su excepcional calidad como maestra, porque sería imposible imaginar lo segundo sin lo primero.

«Me va a costar mucho jubilarme», me dijo. Y su voz se quebró durante unos instantes doblegada por el recuerdo de tantos años, de tantos compañeros, de tantos alumnos que se fueron, de tantas vivencias. A fin de cuentas, le resultaba difícil concebir su mundo sin el ajetreo del día a día, sin el sonido de los balones en el patio, sin el jaleo de los niños en los pasillos, sin el polvillo de tiza entre los dedos. Se preguntaba cómo podría levantarse de la cama cada mañana cuando su despertador vital era el timbre del colegio.

Este año se jubila. Pero se jubila solo administrativamente, porque una maestra de la calidad de Ana Díez, en realidad, nunca se jubila, porque la sabiduría, el conocimiento y el saber hacer no tienen fecha de caducidad.

Pero, sobre todo, no se jubila porque sus enseñanzas y el cariño transmitido a lo largo de todos estos años han quedado grabados por siempre en el corazón y en el alma de todos aquellos alumnos que la han disfrutado como maestra y de todos aquellos compañeros que tenemos la enorme fortuna de conocerla como persona.