En 1984 Philip Tetlock, por aquel entonces un joven psicólogo de la Universidad de Pennsilvania, recibió el encargo de intentar predecir la respuesta soviética al desafío militar lanzado por la Administración Reagan. Para ello se entrevistó con expertos en política internacional, con economistas, politólogos, periodistas y profesores universitarios. Pronto descubrió que era imposible llegar a ningún tipo de consenso, ya que los especialistas a los que interrogaba discrepaban en todo.

En un mundo como el nuestro, marcado por el prestigio de los técnicos, tendemos a pensar que son ellos quienes deben ofrecer soluciones infalibles a nuestros problemas; pero, hace ya setenta años, el genial Winston Churchill percibió el auténtico fondo de la cuestión: «En todo el Reino Unido —afirmó irónico—, sólo hay dos economistas que comprendan la complejidad de la situación económica. El inconveniente es que, si los sientas a conversar, no se ponen de acuerdo en nada». Algo parecido debió de pensar Philip Tetlock, que ha dedicado veinte años de investigación académica a calibrar los consejos que nos ofrecen los especialistas en cualquier campo de la realidad: de las finanzas a la salud, pasando por el análisis político o la geoestrategia. La conclusión es desoladora, como podemos comprobar en su ensayo Expert political judgment: How good is it? How can we know?, publicado en 2005. En él, Tetlock entrevistó a 285 expertos, planteándoles un total de 28.000 preguntas sobre el futuro. Sus respuestas —y el paso del tiempo— le permitieron determinar los límites precisos del conocimiento humano. Dicho de otro modo: en el error de nuestras apreciaciones reside la fuerza que mueve el curso de la historia. O, al menos, una de ellas. No es que pensemos mal, sino que el mundo es demasiado complejo como para poder reducirlo a un sistema esquemático.

Las predicciones de los 285 expertos apenas lograron superar la estadística del azar. En este sentido, el psicólogo americano llega a la conclusión de que es preferible confiar en los algoritmos matemáticos de la estadística antes que en el juicio humano. Desde un punto de vista meramente técnico, tal vez tenga razón.

En todo caso, lo que a mí me interesa de las investigaciones de Tetlock es que constatan los límites de la planificación. Probablemente, la economía de un país funciona peor cuanto más centralizada esté su política. Lo mismo se puede afirmar de una sociedad. La lección es que la libertad —dentro de un marco de garantías legales e institucionales— genera más riqueza que un sistema planificado, dirigido por una elite burocrática de técnicos; quizá por el simple hecho de que los errores de la libertad son menos costosos que los grandes fallos de la planificación.

Un ejemplo sería el modelo comunista; otro las micropolíticas aplicadas en nuestro país. Hablo, por ejemplo, de la escasa eficiencia de las Cajas de Ahorro; de los aeropuertos-fantasma que salpican algunas Comunidades autónomas; de la Sociedad Pública de Alquiler; de la discutible proliferación de líneas ferroviarias de alta velocidad…

Son políticas costosas, de muy dudosa rentabilidad, que no han servido para crear un país más próspero o competitivo. La alternativa sería devolver competencias a la sociedad, confiar en la capacidad y en la inteligencia de los ciudadanos. Los liberales ingleses del XVII y del XVIII consideraban que el poder del Estado tiene que notarse poco. Hoy, sin duda, podríamos decir lo mismo de los excesos centralizadores de la burocracia.