Sabido es que la corrupción está inserta en el ADN del capitalismo, que halaga el egoísmo individual —tribal, como máximo— y conecta directamente con el cerebro más ancestral de una especie como la nuestra que, como asegura un veterano socioecólogo —este título ¿es oficial? ¿qué Facultad lo expende?— catalán, Ramón Folch, no es una especie social porque «ninguna lo es. Las especies sociales lo parecen, pero no lo son. Sus individuos no se defienden entre sí, defienden a la colonia expresada en ellos mismos». Por eso «la derecha es la opción de la especie humana. Nacemos de derechas. No hay más que ver a los niños. Son de lo más conservador. Y poco solidarios».

Es lógico, pues, que cuando las cosas vienen mal, se nos desprendan los valores surgidos en las últimas etapas de la evolución —que, por eso, tenemos prendidos con alfileres en nuestra conciencia— y nos quedemos solo con lo que está afianzado en ese cerebro de reptiles: el racismo, la homofobia, el machismo... O sea, la derecha. Nos entregamos a ella porque es nuestra tendencia natural, incluso premiando con decenas de miles de votos a tipos pillados, una y otra vez, con las manos en la masa de lo público, pero a los que un poder judicial entretenido en otras cosas deja prescribir sus causas, con la esperanza de que se apiaden de nosotros y nos elijan entre los pocos privilegiados a los que meterán en el arca que tienen preparada para salvarse, ellos y sus deudos más cercanos, del diluvio universal que sus acciones, y nuestras omisiones, han provocado.

Esa corrupción alcanza al lenguaje, redefine conceptos para adaptarlos a sus necesidades. En el apartado sobre España de su informe anual, el FMI —institución que, cuando la dirigía Rato, el gestor del llamado ´milagro económico aznarita´, forma creativa de definir la puesta en marcha de las burbujas que acabaron estallándonos en la cara, no fue capaz de ver la catástrofe que se nos venía encima ni siquiera veinticuatro horas antes— alaba las decisiones del Ejecutivo por «fuertes y de amplio alcance», pero reclama una actuación «más valiente»: recortar 20.000 millones más hasta 2014 para corregir el déficit y abaratar, aún más, el despido. En cualquier diccionario, ´valiente´ significa «el que hace frente a situaciones peligrosas o arriesgadas». Tras más de un año eliminando costes laborales, abaratando el despido, bajando sueldos a funcionarios, es decir, atacando a los débiles ¿cómo llamar ´valentía´ a terminar de achicharrarlos? Un ´valiente´ metería mano en las arcas de los poderosos, pondría tasas al capital financiero, se enfrentaría a los ´mercados´, esos nuevos dioses mucho más intolerantes que el Yahvé del Antiguo Testamento. Nunca debería llamarse ´valiente´ al recolector de nuevas víctimas indefensas que sacrificar en el ara de tan crueles criaturas.

Hay quien ve una esperanza en los ´indignados´. Yo no estoy entre ellos; el Mayo francés, movimiento más estructurado que este que cierra ahora ´por vacaciones´, acabó en un referéndum que dio mucho más poder a De Gaulle, y todos hemos visto lo que ha pasado el 22-M. Lamento estar de acuerdo con el filósofo Antonio Valdecantos, que ha dicho que «la agitación social en curso es un magnífico placebo: aunque ya no somos ciudadanos, vamos a hacer como si aún lo fuésemos. Hay un derecho que no se (nos) quitará nunca, el de ser parte del espectáculo». De hecho, la pancarta más acertada que portaban los ´indignados´ murcianos en la manifa de despedida llevaba un texto de una viñeta de ese genio del discurso escueto que es El Roto: «Esto no es una crisis, es una estafa». Como decía mi añorada tata, tiene más razón que un santo. Lo repetía, en otra viñeta, el mismo dibujante hace una semana: un tipo sin rasgos definidos, vestido de camarero, porta una bandeja con copas que reparte a los invitados de una fiesta y reflexiona: «Cuando los banqueros me invitaron a la fiesta, debí sospechar algo».

Y es que al finalizar el milenio, nos hicieron creer que daban un festín con barra libre. No teníamos que renunciar a nada, había créditos gratis para todos y para todo, no ya para la casa de nuestros sueños sino para el coche de lujo y los cruceros por los siete mares. Mucha gente picó.

De pronto, el amargo despertar, la resaca... Ahora, todos debemos pagar la cuenta y los onerosos intereses de la fiesta, los que participaron en ella y los que nos abstuvimos. ¿Todos? No, los promotores no. Son los que piden valentía a sus empleados, esos a los que han nombrado recaudadores de los cuantiosos beneficios que esta estafa global, perfectamente diseñada y ejecutada, está produciendo.