Y allí me tenían ustedes, pobrecito de mí, muerto de miedo: «Tiene usted un desgarro retiniano», sentenció la doctora. Empeoré. «¿Y en qué consiste exactamente un desgarro retiniano?», me escuché gemir. La oftalmóloga, con voz paciente, me instruyó: «En una ruptura en la retina neurosensorial». Entonces, ya fui presa del pánico. «Pero ¿por qué?», dijo una vocecita aterrorizada que muy a duras penas reconocí como la mía propia. «Seguro que se debió a una tracción vitreorretinal», comentó aquella mujer de palabras tan grandes, tan sonoras como horrísonas. En un momento, habían entrado en tropel y en mi vida y en mis ojos ´desgarro retiniano´, ´retina neurosensorial´ y ´tracción vitreorretinal´.

A esas alturas, yo ya me veía (miento: ni me veía) ciego perdido, un nuevo Borges, un Milton redivivo, un vendedor del cupón. La médica me remató: «Está localizado donde la base del vítreo forma una firme adherencia vitreorretiniana». Qué sudores ora fríos ora cálidos no recorrían mis sienes. Porque un hombre tan hombre como yo puede aguantar la noticia de que su retina le haya traccionado; pero saber y conocer que uno tiene adherencias vitreorretinianas y que, además, son firmes, no me dirán ustedes que no le desmorona a uno el universo mundo. Cuando ya estaba a punto de suplicar a gritos confesión y santos óleos, la especialista me remató al anunciarme sus propósitos: «Le vamos a bombardear con radiación láser, o sea, le vamos a hacer una fotocoagulación para formar mejor la cicatriz coriorretiniana». Por los pasillos en camilla hacia reanimación me llevaban —inerme, exánime, indefenso, exangüe— las asistencias cuando aún resonaban en mis oídos las últimas palabras de aquella facultativa: «¡Un opérculo, le vamos a crear un opérculo!».

Les acabo de contar una historia verosímil y en gran parte verdadera. Cualquier lector medianamente informado sabe que un desgarro de retina no es nada del otro mundo, así que tómense mis exageraciones como licencias literarias o síntomas hipocondriacos, a elegir. La traigo aquí por dos cosas: la primera, porque mi ojo derecho comenzó a hacerme chiribitas mientras corregía exámenes, con lo cual, para evitar males mayores, de ahora en adelante aprobaré a todos mis alumnos sin siquiera ojear sus ejercicios, para alborozo suyo y consternación de la Inspección educativa. La segunda, porque tenía previsto que el artículo de hoy versase sobre esas grandes palabras que oigo por ahí, sobre esas frases altisonantes y en general vacuas que expelieron por sus boquitas nuestros presuntos próceres, tras las recientes elecciones, nuestros líderes mediáticos. Y no me refiero solo a chorradas hodiernas como ´en sede parlamentaria´ o ´direccionando´, tan frecuentes. Quién en su sano juicio diría «hoy en oficina me direccioné al despacho del director» o «estoy en hospital direccionándome al coche».

Me refiero sobre todo a parlamentos como el que escuché al editor Luis Venegas: «Creo que la glamurización de la transversalidad es otro avance hacia la normalización». Todos los santos me amparen: ´La glamurización de la transversalidad´, toma ya, tela marinera, así se habla, tío. Me refiero, agárrense, a lo que declaró el catedrático, secretario general de la OEI (Organización de Estados Iberoamericanos) y señalado muñidor de la Logse Álvaro Marchesi: «Hemos creado una dinámica de responsabilidad social corporativa muy importante». ¿Qué coño querrá decir ´una dinámica de responsabilidad social corporativa´? ¿Es que no se escuchan cuando hablan? ¿Es que no tienen un asesor o asesora que les cierre el pico? ¿No tienen, en definitiva, alguien que les implante un opérculo, esa pieza, generalmente redonda, que sirve para tapar y cerrar ciertas aberturas en los seres vivos, como sus bocas, por ejemplo?