El debate surgido en torno a la votación del Parlamento Europeo sobre la categoría de los billetes de avión en los que se desplazan sus señorías sitúa de nuevo en primer plano la perenne cuestión de los privilegios de los que goza la clase política. No hay estética sin ética, es cierto. Pero también lo es que se hace imprescindible acotar el debate para no incurrir en una peligrosa extrapolación que abocaría a una generalización descalificatoria de la clase política con antecedentes —en Weimar o en la Italia prefascista— difíciles de legitimar. Hecha la precisión, hay que manifestar enseguida que los servidores de los intereses generales están expuestos a diario a los focos públicos y sus gestos están inevitablemente vinculados a una labor pedagógica trascendental. Y máxime en estos tiempos de crisis, cuando el ciudadano medio tiene serias dificultades para llegar a fin de mes.

Aunque diputados, eurodiputados y senadores aleguen razones de operatividad y de precio —los convenios del Congreso de los Diputados y las compañías aéreas o terrestres rebajan las tarifas al nivel de la clase turista y les permiten una agenda flexible—, es obvio que la justificación abraza intereses de parte y que los representantes de los ciudadanos han de ser los primeros en exigir un control riguroso de la frecuencia y los motivos de los desplazamientos para economizar gastos eludibles.

Es inevitable exigir responsabilidad y mesura a los parlamentarios, tanto europeos como españoles o murcianos cuando en la calle hay más de cuatro millones de parados. Por ética y por estética.