Refugiado es el que ha encontrado refugio, no el que lo busca, al que deberíamos llamar ´refugiante´, palabra que no existe. Hay más palabras inexistentes que existentes, y muchas llegan a la vida o al diccionario con retraso. Toda esa muchedumbre hacinada en las fronteras de Libia, a la que los periódicos llaman ´refugiados´, son en realidad ´refugiantes´. El mundo está lleno de ellos. Usted y yo no lo somos de puro milagro, porque la condición del ser humano es la del ´refugiante´. Una vez abandonado el abrigo primordial (el útero), el resto de la existencia no es otra cosa que la búsqueda de una cuna, de una cueva, de un piso, de un chalet, de un país, de un pueblo que nos acoja.

Ahora que hemos rebajado la velocidad máxima a 110, podríamos subir la sensibilidad mínima a 120. Imagínese usted, con lo perezosos que nos hemos vuelto, que de repente tuviéramos que cargar con el colchón, con los abuelos y los niños para buscar refugio en un país que no fuera el nuestro, en una lengua que no fuera la nuestra, en unas costumbres que nos resultaran extrañas. Esas escenas que vemos con frecuencia en la tele, donde los ´refugiantes´ se agolpan alrededor de camiones de alimentos servidos por organismos internacionales, deberían tocarnos un poco más (no mucho, un poco). Piensa uno, desde la comodidad de su refugio con luz eléctrica y gas natural, que más valdría suicidarse que pasar por esas situaciones. Pero pasamos porque tal es nuestra condición. Por atravesar, hemos atravesado históricamente hasta los Pirineos. Y en elefante. Y con nieve.

De modo que cuando escuchemos la palabra ´refugiado´, pongamos todos los sentidos en alerta. Por lo general, nos engañan, pues se refieren a personas que no han encontrado refugio, aunque lo buscan con desesperación. La diferencia entre buscar y encontrar es la que va entre haber pagado la hipoteca o estar en ello todavía. La lengua, como la realidad, está llena de insuficiencias. El problema es que las de la lengua influyen sobre la realidad tanto o más que las de la realidad sobre la lengua. Cuando decimos cosas que no son, estamos mintiendo. La mentira nos tranquiliza, pero no convierte el mal en bien.