El siglo pasado comenzó con grandes innovaciones en el campo social, técnico y científico. Luego se torció, nuestro amado siglo XX, y se pasó la primera mitad de la centuria pariendo atrocidades como nunca habían visto los tiempos. En poco más de tres décadas, Stalin, Hitler y las dos guerras mundiales se cargaron a más vecindario que las cuitas y batallitas habidas cuatro o cinco siglos atrás. Récord sangriento en la historia de la humanidad. La eficiencia de las cadenas de montaje, un invento del siglo XX para aumentar la productividad, terminó por aplicarse también a los exterminios en masa. El henryfordismo aplicado al asesinato a gran escala.

El siglo se sosegó en su segunda mitad, con aquel añorado maniqueísmo que fue la guerra fría, casi un juego de salón visto desde las amenazas de la actualidad. Te pongo una bomba si me lanzas un misil, y así. En los años sesenta habíamos superado ya las dos guerras mundiales, que al decir de algún autor fueron una sola, con un intermedio de casi treinta años para que la gente pudiera relajarse un poco, como en los entreactos de Wagner. En esa década se comenzó nuevamente a mirar al futuro, como en los inicios del siglo, y por eso triunfaba la ciencia ficción, Star Treck o el 2.001 de Kubrick. Parecía que el progreso no iba a detenerse nunca, ni siquiera para los españoles, a pesar de la dictadura. Porque Franco era compatible con la Vespa y el frigorífico. Y entre cantar La Internacional y poder lavar a maquina no había color.

Para cuando empezó el nuevo siglo, los españoles habían dejado de mirar al futuro, que había perdido ya su prestigio. La ciencia ficción hacía lustros que no se llevaba nada, y la gente se entretenía mucho revisitando el pasado, leyendo novelitas históricas sobre las hijas del Cid o los califas de Córdoba. Todo eso, en los ratos libres que nos dejaban Amar en tiempos revueltos, Cuéntame, los insoportables revivals sobre la Transición y las controversias sobre la memoria histórica. En este nuevo siglo, que parece ya tan viejo a pesar de su corta edad, las ciencias sociales y económicas han alcanzado el status privilegiado de la teología. Lo mismo da leer a los llamados expertos que escuchar una prédica de Rouco Varela. Unos han perdido de vista la realidad, y al otro le importa una berza. En una cosa tiene razón el cardenal: estamos más que nunca en manos del Altísimo, que en la versión laica y urbana sería del puro azar, de lo que nadie es ya capaz de prever. Sin guión ni previsión, el siglo avanza hacia lo innomidado entre cumbres estériles y billones de palabras gastadas en asambleas inútiles.

Sobre la crisis económica no hay consenso acerca de cuando terminará, y si lo hubiera sería mejor no hacerle caso, visto lo visto. Como si hablara Rouco, más o menos. Las energías fósiles se irán agotando, a lo largo del siglo, pero la estupidez humana no. Estaríamos salvados, de poder conventir la estupidez en combustible. El fin de la era del petróleo y el calentamiento global serán dos estallidos que podrían dejar a la crisis de los dineros como una anécdota doméstica. España entró en el nuevo siglo como la novena economía del planeta, y terminará en unas décadas rondando el puesto quince o dieciséis, casi como en Eurovisión. El turismo, de lo poco que nos queda, se verá afectado por la desertización y el alza de las temperaturas. Para qué veranear en Benidorm pudiendo hacerlo en el desierto del Sáhara más barato. De momento nos refugiaremos en Asturias, en el maravilloso hotel del Castillo del Bosque, o en Galicia. Y la subida del nivel mar convertirá algunas urbanización en pequeñas Venecias inundadas sin el encanto del original.

No se pueden tener peores cartas para el póker del nuevo siglo. Como en aquella novela de Saramago donde la península Ibérica se desgajaba de Europa y avanzaba por el Atlántico como una balsa de piedra a la deriva. Ojalá no se lleve por delante a las Canarias. El nuevo siglo promete desastres incomparables, y da mucha rabia no poder estar hasta el final de la centuria para comentarlos.