No puedo negar que el pasado domingo me senté a ver la retransmisión de la entrega de los premios Goya, movido por un cierto interés en comprobar la reacción de las gentes del cine ante la controversia suscitada por la ley de descargas digitales recién bendecida por nuestros legisladores. Lejos de defraudarme, la prudencia que caracterizó todas las opiniones que se expresaron durante esas dos tediosas horas confirmó que aún nadie es capaz de determinar el verdadero alcance de Internet en el mercado cultural y en la realidad social de un país como España.

Al enfático, solemne y pragmático aserto «Internet será la salvación del cine», pronunciado por Alex de la Iglesia en su discurso oficial, le siguió pocos minutos después un romántico y sentimental alegato a favor de la gran pantalla tradicional, con un «viva el cine» de remate, declamado por Javier Mariscal. Al día siguiente, Elena Salgado, vicepresidenta tesorera del Gobierno escribió el epítome de este aparente pugilato argumental: «Internet es la salvación del cine, pero pagando». El final del camino condujo al inicio y, sin que a ninguno le falte razón, permanece la ambigüedad inherente a la impotencia por regular un fenómeno más desconocido de lo que parece.

No cabe duda de que Internet es un instrumento esencial para la transmisión del conocimiento, la comunicación social y la productividad. Negar su utilidad o no aprovecharla es tentar al diablo, pero también es falaz considerarlo como un método absoluto o excluyente de las actividades convencionales. Internet contribuye de forma excepcional al desarrollo social y quizás en un futuro podamos acudir a una sala de cine donde se proyecten películas en línea, de alta calidad y a un precio mucho más competitivo, con lo que se habría producido la perfecta simbiosis entre tradición y progreso. Tan inconcebible es un mundo sin cines, teatros o salas de conciertos como una sociedad impedida por la renuncia al desarrollo tecnológico. Es necesario hallar las conexiones precisas para encauzar ambos caminos hacia un provecho común, aunque para lograr ese propósito sea necesario reforzar la formación cívica de los individuos y fijar unas normas del juego aceptables y ventajosas para todos, cuyos límites sean precisos y razonables. Y en la consecución de empeño, la percepción social del valor del esfuerzo es un elemento fundamental.

Sin embargo, Internet ha alumbrado un mundo paralelo en el que se conjuga una sensación de libertad con la tentación de impunidad. Nunca antes una herramienta ha sido utilizada por tanta gente sin conocer a fondo su funcionamiento ni su esencia, y eso refuerza el significado más ominoso de ´red´. La sencillez de manejo y las enormes posibilidades que brinda Internet ha provocado un efecto peligroso que acarrea no pocos disgustos a sus usuarios, por no tomar las precauciones necesarias movidos por una falsa sensación de seguridad o por humana ingenuidad. Creen muchos que el universo virtual es un paraíso sin dios ni amo, en el que pueden disponer a voluntad de cuantos recursos se les ofrecen con comodidad y sin menoscabo de su seguridad; exponen con una insólita candidez todas sus intimidades y propiedades sin saber que detrás de ese fastuoso escenario de posibilidades existen poderes oscuros que administran sus vidas a mayor gloria de intereses particulares. Y hoy son legión los que lamentan ser víctimas del fraude, con consecuencias no muy agradables en ocasiones.

¿Quién gobierna mi libertad en Internet? Es la pregunta fundamental que debería hacerse todo aquel que accede a este mundo paralelo. ¿Ejerzo mi libertad de elección en el ciberespacio o lo que realmente hago es elegir a quien elije por mí? Internet sería hoy un fenómeno nutricio para pensadores como Isaiah Berlin o Hobbes, pues verían ahí cómo se produce una paradoja excepcional entre libertad percibida y real. El individuo cree que es libre al utilizar los recursos de Internet (libertad negativa) cuando en realidad está sometido a las normas impuestas por quienes lo administran (libertad positiva), restringiendo así su privacidad. Eso conduce a un peculiar ´no lugar´ en el que creemos ser lo que no somos, y tener lo que no tenemos.

Como bien lo expresó Fernando Savater, Internet es un mundo nuevo e inexplorado al que se puede llegar fácilmente y disfrutar libremente de sus riquezas, pero que oculta graves e ignotos peligros que acechan bajo una manta de impunidad. Civilizar ese nuevo territorio es responsabilidad tanto de quienes lo frecuentan como de las autoridades que rigen nuestra convivencia. Como reflejo de la sociedad, Internet se somete a las leyes vigentes y no sería necesaria una regulación específica a menos que, como el caso del tráfico de productos culturales, se origine una necesidad nueva que así lo requiera. Ahora bien, en tanto el problema no radica en el medio sino en su uso ilícito, habría de ser el legislador muy cuidadoso en la redacción de la norma para evitar que se aplique de una forma fraudulenta o arbitraria, y se convierta en ese instrumento de represión indeseable en toda comunidad aparentemente libre.

El cuchillo no hace al asesino como la web no hace al delincuente cibernético; son los actos humanos los que deben someterse al imperio de la ley y, como tales, responder de sus infracciones. La aparente libertad que ofrece Internet no puede ser jamás coartada para la revisión de las normas básicas de la convivencia. No obstante, la tecnología no entiende de leyes y es el ciudadano quien tiene la última palabra.

Así, Internet no nos hará más libres si no queremos serlo.