A juzgar por todo lo que se lee en los papeles sobre violencia de género, y visto lo mal que les va a algunas de mis pobres congéneres, la verdad es que debo ser, si no rara avis, sí bastante privilegiada. Puedo decir, de veras, que si me considero asaz fuerte y no tengo más complejos de los necesarios ha sido, en muy buena parte, porque desde niña me han rodeado figuras masculinas de gran solvencia personal: hombres con sustancia, con idiosincrasia y con criterio. Hombres como templos, generosos, sabios, de los que se puede absorber el discernimiento como de una esponja. Por eso, pese a que adoro a mis amigas con toda el alma, me siento completamente en mi salsa con muchos de los tipos que conozco y —si me dejan— disfruto una barbaridad siendo uno más.

Es verdad: pocas cosas hay que más me encanten que salsear y mediar en las conversaciones de los hombres, contarles mi vida y que me cuenten la suya. Y es porque me interesa genuinamente cómo sienten y piensan los varones con los que trato. Son, de hecho, famosas mis peleas cuando salimos los amigos a comer o cenar: me cunde que en la mesa nos mezclemos chicos y chicas, porque considero una riqueza que la conversación sea plural.

Tengan en cuenta que yo me crié entre hombres: jugando a policías y ladrones y dando alguna que otra patada al balón. Con cuatro cinguangos en casa; cuatro hermanos a los que jamás se les pasó por la imaginación minusvalorarme por mi condición de mujer ¡más les valía!

Y si alguna vez caí en desgracia, fue quizá por haber hecho alguna de las mías, y haber actuado como un auténtico y genuino elefante en cacharrería, que eso a veces se me da estupendamente.

Y que mis hermanos sean unos tipos majos y tratables, a quienes no se les caen los anillos por compartir las tareas de casa, cocinar y criar a sus hijos no es casualidad tampoco: tuve la gran fortuna de tener un padre excepcional e inolvidable. Un ser democrático, equitativo y dialogante que, de pequeños, no tenía reparo —cada mañana— en peinarnos y darnos el desayuno para llevarnos al cole; que se preocupó siempre de que fuésemos seres completos, y que nunca permitió —por ejemplo— que nos fuéramos a dormir sin hacer las paces tras una discusión. Además, mi padre era un individuo absolutamente vitalista y positivo y, sin distinguir si éramos hombres o mujeres, siempre pensó que sus hijos llegaríamos tan lejos como nuestro tesón nos dejara. Por eso, entenderán que nunca me sienta extraña entre hombres, y mucho menos entre los que son mis mayores: vestigio también de aquellos veranos en que acompañaba a mi progenitor en el coche, viajando por los pueblos de la región a visitar a sus clientes panaderos. En las mesas de madera de las panaderías, o en las de formica de los bares de pueblo, escuchaba las charlas de mi padre con sus clientes, y aprendía de lo duro de la vida y del trabajo.

Más tarde, ya de vuelta —y para mi incredulidad y orgullo— a veces él me pedía opiniones, y atendía a mis respuestas. Un padre que no alardeaba de ser igualitario, sino que lo era, en esencia. Qué lujo. No crean que no lo sé.

Y como comprenderán, eso ha contribuido enormemente a mi educación emocional, evitando que nunca me conformara con alguien a mi lado que no fuera un compañero sólido y entregado: un tipo tan hombre como para saber arrimar el hombro cuando hiciera falta, dejándome a mí tomar copero y espacio como profesional y como persona.

Suerte, sí, pero también ojo y tino en elegir a mis compañías: porque de entre una masa tristemente mediocre e infraeducada, destacan —en el silencio, en la modestia— numerosos hombres que no son maltratadores, ni sexistas, ni discriminatorios. Hombres que, sin embargo, nunca son noticia.

Es por lo que, desde aquí, me gustaría rendir homenaje a los hombres cabales. Hombres íntegros y justos, con el corazón y la cabeza en su sitio; hombres trabajadores, honrados, leales, dispuestos a jugársela por su familia, y a hacer de segundones cuando sea necesario. Hombres que son fundamentales, imprescindibles, esenciales en los tiempos que corren. Hombres que, afortunadamente, y por esa misma razón, nunca saltarán a la primera página de los periódicos.