Como el adicto que, en vez de reconocer su desdicha, busca desesperadamente nuevas y cada vez más arriesgadas fuentes de ingresos para saciar sus necesidades, los Gobiernos del hoy destartalado Occidente liberal y democrático se afanan por aliviar sus demacradas finanzas y acaso recuperar el pasado esplendor, no tanto con ingenio y serenidad sino con demasiada urgencia. Incapaces de articular una estrategia común que les permita obtener provecho de sus capacidades productivas, para afrontar el futuro con la garantía suficiente de prosperidad y estabilidad, se dejan embriagar por la riqueza de aquellos territorios eran en el pasado vasallos de su voracidad y convierten a las tiranías del Golfo Pérsico o a la China absolutista en las nuevas tierras de promisión. Sin tener en cuenta o, al menos asumiendo unos cálculos temerarios, el coste que les acarreará tan dudosas relaciones.

La Historia, nada azarosa, vuelve así a ofrecer uno de sus matices más irónicos con el diseño de un nuevo colonialismo, esta vez financiero no político, que discurre en sentido contrario al tradicional. Las antiguas metrópolis se rinden al dinero de los países que fueron tiempo atrás sus aliviaderos de excedentes, o trastiendas de la inmoralidad productiva basada en la explotación del individuo. En nada cuenta que esos Estados hayan conservado, desarrollado y perfeccionado los métodos más perversos heredados de sus poderosos y antañones amos y, gracias a ellos hayan fabricado boyantes economías cimentadas en la indignidad, la inmoralidad y el delito.

El ´todo por la pasta´ se convierte así en un mantra que determina las políticas de nuestro mundo desarrollado. Sería divertida la paradoja que se ha revelado tras declararse en 2007 la crisis económica más grave que la Humanidad haya padecido, de no ser por sus terribles e inciertas consecuencias. En aquellos momentos de tribulación hubo muchas voces autorizadas que anunciaron el fin del capitalismo canónico y el regreso al cómodo refugio de las políticas presupuestarias, en las que el Estado había de asumir de nuevo el papel de moderador de un mercado desbocado. Entre invocaciones a Keynes y Bretton Woods, los Estados afectados por la epidemia se apresuraron a buscar fórmulas que permitieran poner un orden ante las amenazas que se cernían por doquier. Y mientras, una vez más, los líderes del mundo desarrollado se sumergían en retóricas cautivas de sus intereses particulares, el mercado contemplaba el espectáculo con una sonrisa piadosa y aguardaba el momento de demostrar su poder.

Han bastado tres años para comprobar cómo aquel intento por recuperar una economía humanizada ha engendrado un capitalismo más voraz y despiadado, que ha obligado a los bienintencionados e inocentes Gobiernos a asumir sus reglas del juego e imponerlas a todos los ciudadanos. El resultado es que hoy vivimos bajo un estado de contingencia abrumador, en el que los Gobiernos son incapaces de aplicar un programa de bienestar social a causa de las onerosas hipotecas adquiridas en un pasado de falso esplendor, y los ciudadanos se convierten en víctimas de su ineficacia e impotencia.

Pero he aquí que se produce otra triste paradoja. Cuando la situación invita a la prudencia, la reflexión y el ingenio, el político se resiste a renunciar a su anhelo por figurar en alguna página de la Historia, grande o chica, y saciar así su ansia de alcanzar la trascendencia. Este es un hábito tan viejo como el tiempo que ha procurado episodios tan memorables como infames, y manifestaciones materiales tan valiosas como inútiles. Reyes, tiranos, gobernadores, presidentes, alcaldes, todo aquel que ha saboreado el poder ha intentado eludir el olvido, y aunque la mayoría no ha logrado sus propósitos, éste es un rasgo inherente al mando que, en la era de la democracia, se refleja en fastuosas empresas de gran calado popular aunque no siempre necesarias y viables.

Y así, si en tiempos de prosperidad esos grandes proyectos eran aceptados por la sociedad como fruto consecuente del desarrollo, cuando arrecian la penuria y la incertidumbre se perciben controvertidos pues tan imprescindibles son para unos como dudosos para otros. Sin embargo, los gobernantes movidos por una peculiar idea de la autoridad democrática, y urgidos por la necesidad de paliar las nefastas consecuencias de su mala gestión, aún se empeñan en esa estrategia, aun conociendo los suficientes ejemplos que la revelan errónea.

Aeropuertos inactivos, parques temáticos arruinados, grandes centros comerciales sin clientes, clubes deportivos inanes, autopistas vacías…

Aunque tanta ruina quebrante su bondad, quienes abogan por su conveniencia cuentan con una razón de peso: el respaldo y la complacencia de una ciudadanía cautiva de la necesidad y ávida de expectativas, incapaz de analizar con sentido crítico y ponderación la utilidad de esas propuestas y, lo que es peor, su provecho real y futuro. El gobernante, que se sabe eventual en su actividad pública, explota con maña ese

patrimonio social en un ejercicio de soberbia legando sus hipotecas a quienes le sucedan y a los propios ciudadanos.

El principal obstáculo que encuentran para desarrollar esta estrategia es que no disponen de la misma capacidad inversora de antaño. Y se produce la tercera paradoja. Siendo el empresario quien, por lógica, ha de buscar oportunidades de negocio allí donde las haya, y recibir de las instituciones públicas el adecuado respaldo y la protección necesaria para llevar a cabo sus proyectos, sin que ello implique un intervencionismo, resulta cuanto menos llamativo el protagonismo que se empeñan en asumir los gobernantes en el proceso de gestación de determinados proyectos, relegando al empresario interesado a una posición accesoria que suscita no pocos recelos.

Sobre todo cuando se trata de conseguir el dinero en países totalitarios en un ejercicio poco estético que puede perjudicar la imagen de la institución, al obviar muchos de los valores que naturalizan nuestro sistema de libertades, y sin tener en cuenta las consecuencias que puede acarrear para la estabilidad de nuestra sociedad el concurso de esos capitales. Un poco de cautela, humildad y visión de futuro no vendrían mal en este tipo de relaciones para retrasar la hora de los tiranos.