Resultan cercanas las revoluciones lejanas, como la de Egipto, en el caso de que de su resultado dependa la esperanza y el desarrollo de una buena parte del mundo, o por el contrario perpetúe la inestabilidad, la pobreza y las tensiones que hacen que la geopolítica global penda de un

hilo.

En Egipto, como en tantos otros países africanos, una de cada dos personas se ve obligada a vivir con menos de dos dólares al día. Ejércitos de niños desarrapados mendigan a los turistas un caramelo o una décima de euro en el entorno de los hoteles a la espera de crecer y engrosar la cifra del 80% de la juventud del país que carece de empleo. Tras el brillo de una cultura milenaria, las espléndidas columnas de los templos esconden la pobreza y la total ausencia de oportunidades. Tras la fachada turística, la miseria se palpa en la calle en tanto una minoría despliega un indecente lujo suntuario ante los ojos del resto de los ciudadanos (¿ciudadanos?). La falta de democracia, la represión y la concentración del poder en manos de una élite ahonda las diferencias, ahoga las esperanzas y genera un inmenso sufrimiento.

El fondo de la revuelta en Egipto es económico, no les quepa la menor duda. De alguna forma los egipcios saben que tumbando el régimen, realizando el cambio democrático que tanto desean, podrán iniciar una nueva época en donde la libertad ofrezca una mínima pasarela al desarrollo y la redistribución de la riqueza. Recursos en el país no faltan, sino que lo que falta es decencia entre sus clases dirigentes. Tampoco falta inteligencia y nuevas opciones en la calle árabe sino que lo que sobra es tanta satrapía y tanta ambición de su actual liderazgo.

En plena época de las redes sociales lo primero que hizo el Gobierno egipcio cuando hace poco más de una semana la revuelta comenzó a hacerse masiva fue deshabilitar Internet e impedir la comunicación interior por teléfono móvil. Las revoluciones contemporáneas son agitaciones 2.0. Twitter y Facebook son baratos y accesibles, y ante ellos la más férrea censura se muestra completamente impotente. Los jóvenes, pobres pero instruidos en la red, protagonizaron de forma más o menos espontánea la gran manifestación del pasado viernes en la Plaza de la Liberación de El Cairo a partir de la cual la protesta se volvió imparable. La violencia de estos días, alentada por el propio régimen, amenaza con convertir una ´revolución del jazmín´ en un baño de sangre, y del resultado de la actual situación depende —y creo que no es exagerado— que el mundo perciba que hay opciones de mejora o que por el contrario se solidifique la sensación de que la injusticia no tiene remedio, que es lo que siempre se ha sospechado.

No vale esgrimir el miedo al islamismo radical para no apoyar a tope las protestas en Egipto. Aunque entiendo y comparto los temores occidentales al fanatismo y al retroceso moral, no es el caso de la revolución egipcia. El miedo al cambio, persiguiendo una estabilidad falsaria y de cartón piedra, es cobarde. La mejor opción para combatir el radicalismo y la sinrazón es, precisamente, que triunfe la revolución siempre pendiente en los países pobres para que puedan transicionar rápido a una democracia que permita —o mejor aún, que obligue— a poner en el primer lugar de la ecuación de la política el desarrollo individual y colectivo, la ética y la libertad para equivocarse poco y acertar mucho.